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¿PUEDE CAMBIARSE EL FUTURO?
(por Francisco L. Navarro Albert)
 


            Aquélla fue una luminosa mañana de septiembre, ni más ni menos que tantas otras a las que estábamos acostumbrados quienes, voluntariamente o por azares de la vida, vivíamos a orillas del Mar Mediterráneo. Ese clima templado, el sol casi siempre limpio de nubes, su radiante luz filtrándose a través de las ramas de los árboles y setos que circundaban el jardín, reflejándose en sus limpias y húmedas hojas de intenso verdor a las que el agua del riego había despejado de cualquier ápice de suciedad y llevando hasta el interior del salón, traspasando las ventanas, guiños y parpadeos de luminosidad y, también a veces, raudas sombras que se desvanecían en uno u otro lado cuando alguna de las palomas torcaces que anidaban en los pinos se lanzaba en busca de cualquier insecto o se acercaba a la pequeña fuente del paseo para mitigar su calor dándose un chapuzón  junto a los cisnes de piedra que, impasibles a cuanto les rodeaba, no cesaban de lanzar a través de su picos finos chorros que caían mansamente  en  el agua de la balsa, provocando una y otra vez círculos que se entrecruzaban como si quisieran impedirse mutuamente el llegar hasta el borde del vaso.

            Distraído, pensaba que, a veces, nada de lo que acontece es previsible; tal vez ése es el verdadero problema. Que estamos tan acostumbrados a que las cosas se resuelvan o nos las resuelvan que me atrevería a decir que hemos perdido la capacidad de adaptarnos a cada nueva circunstancia, pareciéndonos imposible que la aparición de cualquier suceso, por nimio que sea, pueda alterar nuestra plácida existencia. Pero cada suceso ocurre en virtud de una serie de circunstancias que, concatenadas, dan lugar a ello y, ¿acaso podemos cambiar la historia? ¿Podemos alterar el pasado sin ocasionar un trastorno de la propia historia? Si así fuere el presente y el futuro serían tan volubles y poco consistentes  como la débil llama de una vela ante los embates del viento; además, ¿seríamos capaces de seguir con nuestras vidas de tener la capacidad de conocer los acontecimientos o, por el contrario, nos veríamos inmersos en una tortura continua hostigados por la certeza de la imposibilidad de llevar a cabo todo aquello que nos habíamos propuesto.

            Seguramente, si los sucesos pasados pudieran alterarse a conveniencia nuestra, reinaría el caos más absoluto, porque el ser humano, pese a los años de existencia de la civilización, a los enormes avances en el campo de la medicina, la genética, la tecnología; pese a todo ello, es incapaz de mirar hacia atrás y advertir los pequeños detalles, las marcas que se repiten, los errores iguales a los de antaño, para caer en la cuenta que tan sólo es suficiente con aceptarlos como tales y rectificar. Pero rectificar supone tener la enorme humildad de reconocer el error y ser humilde actualmente es algo así como declararse inferior y ¿quién quiere ser inferior?

            Recuerdo a un amigo de la adolescencia que, en cuantas ocasiones planteábamos cuestiones de la índole de: “si hubiera sabido…” “si pudiera…”, recurría, de modo inevitable a la frase: “si mi abuelo tuviera ruedas, yo tendría coche”. Era su modo lapidario de decirnos que dejáramos a un lado las utopías y nos centráramos en lo que traíamos entre manos, en el presente; ese estado que tenemos a nuestra disposición de modo continuo y del que, tozudamente, intentamos evadirnos también continuamente sin caer en la cuenta de que, con ello, lo único que hacemos es agotar nuestro tiempo al vivir permanentemente en el deseo de que llegue mañana, el fin de semana, el fin del proyecto, etc.

Hoy es lo que importa y de lo que hoy resolvamos dependerá el mañana, de la misma manera que es inútil intentar revolver en el pasado, a menos que sea para recrear la experiencia y utilizarla para mejorar hoy. Salvo que queramos hacer cumplir aquello de: “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.

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