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ANÉCTODA FAMILIAR. ¡KIKIRIKÍ!
(por María Teresa Ibánez)


     Se acercaba la Semana Santa y con ella las ansiadas vacaciones, sobre todo para los colegiales y estudiantes que estaban fuera de casa. Para las personas mayores era distinto, pues no se acostumbraba a salir de viaje esos días, más bien se vivían con recogimiento y dándoles el sentido religioso que tenían. Claro que después de la Pascua se resarcía uno de las penitencias, ayunos y abstinencias que había hecho durante la Cuaresma.

     La Pascua era una explosión de alegría porque además venía la primavera, que en los sitios fríos era preciosa y exuberante. Todo invitaba a salir de casa, con la familia si eras pequeño o con los amigos si eras un poco más mayor. Se preparaban suculentas meriendas de las que se daba buena cuenta después de haber estado jugando y correteando por el campo.

     Mi tío Pepe era el mayor de los seis hermanos, tenía dos años más que mi padre, estaba estudiando medicina en Valencia (luego sería médico militar). Como todos los estudiantes de entonces  sólo volvía al pueblo para las vacaciones de Navidad, de Semana Santa y las de verano. Siempre volvía más delgado de lo que se iba. No debía de comer muy bien en la pensión donde estaba, pero mi abuela se encargaba de que se repusiera pronto, le preparaba las comidas que más le gustaban y, sobre todo, como era goloso, un buen cesto lleno de almendrados, mantecados y unas hermosas madalenas que hacía muy ricas, con su puntillitas blancas alrededor, como los tocados de las novias alicantinas. También volvía con sueño acumulado, pues se acostaba muy tarde  estudiando. Quién diría que aquel joven tan estudioso y responsable había sido un niño tan travieso. Ahora era un poco nervioso y despistado, pero muy formal.

     Se sentía muy a gusto entre su familia y sus amigos, pero en aquellas vacaciones había algo que le estaba fastidiando. Era un hermoso gallo que en cuanto empezaba a clarear el día no dejaba de cantar; con su poderoso ¡kikirikí! lo despertaba y ya no le dejaba conciliar el sueño. El gallinero estaba en el segundo piso de la casa. Era una casa muy grande la de mis abuelos, como muchas de las que hay en Ayora. En la planta baja había un patio lleno de plantas y un pozo hondísimo, al que me daba mucho miedo asomarme cuando era pequeña. Todo era muy grande, la entrada, el comedor, las habitaciones…         

     En el primer piso había un salón muy grande y varias estancias, ya que cada planta tiene trescientos metros, y en la segunda es donde estaba el gallinero junto con otros departamentos. Había trojes para el trigo, armarios con las puertas de tela metálica para que pasara el aire, donde se colocaban las manzanas que impregnaban todo con su agradable olor, también había cosas de la matanza, una prensa para los jamones, cañas donde se ponía a secar el embutido, un depósito donde se salaban los jamones, etc.… pues en esa planta estaba el gallinero. Allí se paseaba el gallo fanfarrón delante de las gallinas, sintiendo no ser pavo para hacer la rueda delante de ellas.

     La verdad es que un gallo con sus plumas negras casi azuladas, otras ocres y doradas con su hermosa cresta inhiesta y su curvada cola, es un animal precioso. Él lo sabía y así estaba de chulo y arrogante, venga cantar y cantar y despertar antes de tiempo a mi pobre tío, que había ido de vacaciones con ganas de descansar. En uno de esos amaneceres en los que no podía dormir, se levantó, cogió un trocito de esparadrapo, subió al otro piso y, después de alguna carrera, cogió al gallo y se lo puso alrededor del pico. Santo remedio. Pudo dormir tranquilo toda la mañana.

     Cuando subían la comida al gallinero se daban cuenta de que el gallo se acercaba a ella pero no comía. Mi abuela también notó que había dejado de cantar. Lo comentó mientras comían. Cuando terminaron, mi tío dijo que subiría a ver lo que pasaba. En cuanto le quitó el esparadrapo del pico se puso a cantar y a comer y todo se le pasó. Mi abuela, que ignoraba su ocurrencia, le dijo: hijo mío, si cuando seas médico eres tan eficiente como lo has sido con el gallo, “vas a ser una eminencia”. Él sonrió y no dijo nada, lo contó mucho más tarde y así nos lo contó mi padre.

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