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DÍPTEROS 
(por Antonio Aura Ivorra)


     Nos deseó las buenas noches y se retiró a descansar. Hacía un calor espantoso y la humedad ambiental era alta. No era fácil dormirse de inmediato. Abrió la ventana, cogió el libro que había sobre la mesita, se tumbó en la cama y lo escudriñó: El señor de las moscas, del Nobel William Golding, tenía sus páginas tostadas por el tiempo y desprendía un ligero olor a moho. Se dispuso a leer el prólogo cuando, impulsado por un intenso e ilocalizable sonido, lo cerró de un golpe seco, se incorporó, volvió a dejarlo sobre la mesita, contuvo su respiración y, ansioso, prestó toda su atención a la caza del intruso.

     Parece que solo es uno. Prepara su ataque concienzudamente alterando la tranquilidad ambiental con su vuelo rasante y ese zumbido endemoniadamente agudo y penetrante que sobresalta; como de fórmula uno. Es como un Ferrari aligerado, se basta con dos alas que bate a increíble velocidad. Toda una obra de ingeniería natural.

     En la oscuridad de la noche vuela invisible como un avión enemigo en misión secreta durante la guerra fría y flota en el aire o se posa allí donde le viene en gana con agilidad pasmosa. Nada que ver con la pesadez de un helicóptero. Su morro es probóscide, seguramente como las mangueras esas que llenan los depósitos de carburante en las carreras en cuestión de segundos, pero muchísimo más finas y con doble función: inyecta y succiona sin que el agredido se entere. Y como de beber sangre se trata, es la hembra la encargada como garante de la especie. Después se irá a poner los huevos. Es su festín tras el apareamiento. El macho es vegetariano. Que se sepa.

     Así que como “la mosquita” ataca furibunda atraída por los sudores o el olor de la víctima, (parece que debe haber buena “química” entre agresor y agredido para que se produzca el encuentro, vete a saber) casi nadie se libra de alguna de sus paradas cutáneas para repostar, con la consiguiente picazón y enconamiento en cualquier parte del cuerpo porque todo el monte es orégano para ella. Y menos mal que por aquí se limitan a eso, a picar y a chupar, marcando nuestra piel con ronchas de poca virulencia. Generalmente. En otros lugares pueden endiñar a quien se ponga por delante alguna fiebre, o el dengue… y a lo peor aquí también.

     Todo eso había pensado aquel señor don nadie del comienzo del relato mientras trataba de localizar al mosquito con la luz encendida y el bote de insecticida en la mano. Con química en ocasiones o a golpe seco también, empieza la batalla.

     Generalmente suelen morir sin ovaciones pero sí entre apasionados y firmes aplausos que les aplastan o rociados con rabia y malicia, como bendiciéndolos a todos, machos y hembras, para que se vayan al otro mundo antes de iniciar su perforación cutánea en busca de sangre fresca. Solo entonces se encuentra la paz suficiente para dormir toda la noche a pierna suelta.

     Pero no siempre se consigue. Puede que otros aguijones más lacerantes estén al acecho con propósitos malignos. Y es que el vivir es un milagro permanente.

     Enchufen el aparatito o busquen el insecticida y, si alguno se pone a mano, aplaudan y olvídense de los mosquitos.

     Buenas noches.

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