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Manuel Gisbert Orozco

 

RECUERDOS DEL TERRER

(por Manuel Gisbert Orozco)

          El Alcoy islámico estaba situado entre la confluencia de los ríos Barchell y Molinar. Protegía el vértice, que era la parte más baja de la villa, un castillo y los lados se salvaguardaban ellos solos gracias a los profundos barrancos que los ríos habían excavado durante milenios.

          Cuando tomaron la villa los cristianos en 1245 se apresuraron a amurallarla como si presintiesen lo que les venía encima. Efectivamente, en 1276 atacó Al-Azraq. Los cristianos ganaron la batalla, el caudillo árabe murió ante las murallas, claro está, con la intervención de San Jorge; pero a los alcoyanos no les gustó que la caballería musulmana cabalgara impunemente fuera del alcance de sus flechas, por la llanura que se extendía afuera de sus murallas. En 1304 ampliaron Alcoy construyendo sobre esa planicie hasta alcanzar el Barranco de La Lloba situado unos cuatrocientos metros más allá de las antiguas murallas.

          Durante siglos Alcoy vivió protegido por los tres barrancos: Barchell, Molinar y la Lloba y por un castillo extramuros que guardaba la parte sur, única salida natural. Cuando Alcoy precisó expandirse no se les ocurrió otra cosa que cegar el barranco de la Lloba para ocupar los terrenos del otro lado. Dice un refrán que: “En Alcoy hasta el más bobo apaña relojes”. Por eso a los alcoyanos nunca se les ha ocurrido construir sobre el antiguo trazado del barranco, y los que lo han hecho…

          Si miramos un plano de Alcoy podemos observar una serie de plazas, unidas diagonalmente que marcan el antiguo barranco: Mossen Chusep, Ferrandiz y Carbonell, solar Monte de Piedad de Alcoy, Pintor Gisbert y Pintor Emilio Sala.

          Solo se ha construido en dos de esas plazas. Recientemente, al remodelar el viejo edificio del Monte de Piedad, hoy CADA, se ha advertido que los cimientos se habían hundido. Dicen que por el peso de la enorme cantidad de papel acumulada en el archivo ubicado en la última planta, pero también la consistencia del terreno en donde está asentado el edificio tiene algo que decir.

          En la plaza Emilio Sala también se construyeron dos edificios. Un colegio que en solo 30 años han tenido que demoler para construir otro nuevo y el edificio de Correos, con grietas por todas partes y que ha sufrido una remodelación integral.

          Esta última plaza también se llama  “El Terrer” porque cuando yo era pequeño los viejos del lugar todavía recordaban cuando se echaron los últimos carros de tierra. En una recia casa, construida sobre el terreno original y que tenía más pisos por debajo que por encima del nivel de la plaza, nací y me crié yo.

          Durante la guerra civil, donde está ahora el edificio de correos, se construyó un refugio, horadando el subsuelo y arrojando la tierra extraída encima.

          Dicen que los musulmanes siempre están peleándose con otros y cuando no tienen rival se pelean entre ellos. Viene todo esto a cuento porque los valencianos, que tenemos más de moros que de aragoneses, pongo por ejemplo, para no involucrar a otros ya que me lo tienen prohibido, son muy aficionados a las arcadas y el “Terrer” era el lugar ideal para ello.

          Las arcadas es el noble arte de lanzarse piedras, entre otras acepciones, llamadas así por el arco que describe la piedra desde que sale de la mano hasta que impacta en el coco del rival. Este sano deporte se practicaba entre pueblos rivales, desde tiempo inmemorial, para solventar cualquier menudencia. Entre otras cosas porque todavía no estaba el fútbol para desfogarse.

          Algunos dicen que esta mala costumbre desapareció con los albores del siglo XX. Aunque yo la he visto, cómodamente instalado en el balcón de mi casa, e incluso la he practicado con la inconsciencia que da la juventud, allá por los años cincuenta.

          Todo comenzaba a las cinco de la tarde, cuando después de salir de la escuela nos reuníamos mientras merendábamos los chicos de la misma calle. No era lo usual pero en ocasiones decidíamos realizar una correría por la calle rival, que siempre había una. Allá íbamos todos con el bocadillo en una mano y con la otra nos golpeábamos el anca como si fuésemos fustigando a un brioso corcel. Dábamos un “batecul” en el trasero de los chicos y un beso en las mejillas de las chicas, todo ello sin casi detenerse. El gesto no dejaba de ser, yo creo que inconscientemente, una reminiscencia de la muerte y violación que se daban en las antiguas algaradas entre moros y cristianos.

          Cuando sonaban las sirenas de las fábricas anunciando el fin de la jornada laboral, todos a esconderse. Los mayores de la calle rival eran los primeros en llegar y seguro que tomarían cumplida venganza. Contábamos con la ayuda de la hermana mayor de uno de nosotros que a la vez que protegía con su presencia la entrada del portal en donde estábamos recogidos aparentando que estaba barriendo, soltaba un escobazo en los cuartos traseros al rezagado de la banda rival.

          Nuestros amigos mayores no tardaban en llegar y las fuerzas se igualaban. Primero los insultos, después los empujones, algún que otro tortazo fallido hasta que alguien pronunciaba la palabra esperada. “Voleu arcá”. Otro respondía “Sí” y la contestación “Pos la tindreu”.

          Los bandos se colocaban a ambos lados del montículo que protegía al refugio. Munición había toda la que querías y más. La distancia, la ideal; no podías lanzar piedras grandes porque no alcanzabas y las pequeñas minimizaban los males. Subirse al montículo para alcanzar una posición ventajosa no era buena idea pues se concentraban todos los disparos sobre el valiente haciéndole retroceder rápidamente. Por suerte los duelos eran a primera sangre y cuando los aullidos de dolor indicaban que uno había recibido una pedrada en el coco, el bando vencedor se retiraba satisfecho, mientras que el perdedor tenía que pasar el trago de entregar la víctima a su madre. Y no veas la que se armaba.

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