Índice de Documentos > Boletines > Boletín Julio 2011
 

¡ME VOY A CASA DE MI MADRE!
(por José M. Quiles Guijarro)

José Miguel Quiles


 (Dedicado a la compañera Antonia García Cabello)

     Todos los estudios psicológicos coinciden en afirmar que los 5 primeros años de un matrimonio son los más difíciles. Se termina el tiempo de las florecitas, vienen las sorpresas, las discusiones y las crisis. Superada esta etapa, generalmente, los cónyuges van estableciendo unos códigos de comportamiento más uniformes.

     Y, en efecto, muchas crisis y discusiones tuvimos Menchu y yo, pero en una ocasión la cosa fue mucho más lejos. Ocurrió así: se levantó del sofá y me dijo: “¡Me voy a casa de mi madre…!” Guardó su ropa en una maleta y cruzó el pasillo, con aire de reina ofendida, con el sosiego de quien lleva consigo el peso de la razón y soporta el dolor de la ofensa. ¡Me quedé de piedra!

     Luego me tomé el asunto a chacota y seguí mi vida en soledad. Todos los días me mudaba de ropa. Iba a comer al restaurante: “Póngame el menú degustación…” Por la tarde me pasaba un video de cine español y por la noche escuchaba a José María García. (“Pablo, pablito, pablete…” ¿os acordáis?) Todo bien. El problema vino por la lavadora. Yo nunca he aprendido eso del centrifugado. Me quedé sin ropa limpia, así que en un primitivo impulso de inercia vital, pensé: “Le llevo a Menchu la ropa sucia, para que la lave ella... ”

     Después entendí que iba a resultar un poco frío personarme en casa de mi suegra con una bolsa de ropa sucia y que sería más suave llevarles, a ella y a su madre, unos dulces a modo de presente y en prueba de buena voluntad y de bandera blanca. Así que el domingo siguiente, pasé por la confitería la “Murciana”, compré una bandeja de “milhojas” y me personé en casa de mi suegra, con sonrisa de pedir la mano de la novia, los dulces y la bolsa de la ropa.

     Iba yo haciendo cábalas sobre mi visita: “Ellas seguramente me sacarán algo de picar… los domingos mi suegra hace cocido… tendrá los garbanzos a remojo… puede que me inviten a comer…” Pero los hechos fueron muy distintos a las expectativas.

     Me abrió la puerta Menchu, con un batín color salmón, muy seria, con su media melenita suelta, (estaba guapa, muy guapa, a Menchu le sientan bien los “morritos”)  fuí a darle un beso y escondió la cara con fingido recato; a partir de ese momento comenzó a martillearme el corazón. Solo decíamos medias frases:

     “Holaaa…”  “¿Eres tú…?”  “¿Estás sola?”  “Está mi madre dentro...” sin llegar a arrancar un diálogo completo ninguno de los dos.

     En este instante me percaté de mi error. Me adentré en el salón con sonrisa de imbécil y los dos bultos en las manos, sintiéndome tan intruso como una cabeza de ajos pudiera sentirse dentro un vaso de leche. Mi suegra estaba sentada en el mirador, (es una experta en dramas de alcoba) con un chal de color pimentón y dándole al abanico como un personaje de “La Revoltosa”.

     Los segundos me parecían siglos; Menchu y su madre, se mantenían en silencio y se complacían en propiciar un vacío tenso en torno a mí, sin quitarme ojo de encima, como se mira una curiosidad en una casa de antigüedades ¡Qué situación la mía! ¡Qué atmósfera tan violenta! Ninguna de las dos tenía aspecto de querer tomar los “milhojas” y menos de invitarme a comer… ¡y desde luego de lavar la ropa nada! Y todo estalló al final, cuando Menchu, dando pruebas de una coherencia mental que solo puede tener una mujer en estos trances, me peguntó con retintín:

     - ¿Qué llevas en esa bolsa…?

     Yo bajé la cabeza, mi mente se aceleró y busqué la mejor respuesta:

     - ¡¡Mi ropa…!! – entonces miré el cielo a través del ventanal, poniendo un gesto que le ví una vez a Adolfo Marsillach, y les dije - si tú te vienes a casa de tu madre… ¡¡Me vengo yo también!! ¡No soporto un día más sin tí…! – Y no sé cómo, me salió una majadería poética: “¡Siento el llanto de la noche en el fondo de mi alma!”  – (Nunca he llegado a comprender qué significaba esto, pero la poesía no está hecha para comprenderla)

     Mis palabras fueron mano de santo. Una hora después estábamos Menchu y yo, enamorados como Dafnis y Cloe, comiéndonos el cocido de su madre, ella me ponía en el plato con cariño el mejor trocito de ternera, yo le ponía en el suyo con la misma ternura un cachito de tocino: “Toma, písatelo con la patatita…”

Volver