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Manuel Gisbert Orozco

EL OLOR A TIGRE Y LA TRISTANOLAMINA

(por Manuel Gisbert Orozco)


            Los españoles hemos sido considerados durante siglos bastante cochinos, aunque supongo que en todos los sitios cuecen habas, y de ello han dado fe los viajeros que nos han visitado. No creo que sea una cuestión genética, pues parece ser que el problema ya está solucionado por lo menos en parte, sino más bien cultural.

  

            El aseo personal ha brillado y todavía brillaba por su ausencia durante la primera mitad del siglo XX. No solo por la carencia de instalaciones adecuadas, que las había; sino por un curioso perjuicio contra la limpieza diaria, heredados por la antigua hidalguía que consideraba las abluciones un sospechoso precepto mahometano. Demostrar la limpieza de sangre ante una Santa Inquisición que siempre estaba al loro, era más importante que la limpieza del cuerpo.

  

            Recordemos que hasta el rey Pedro II de Aragón no supo nunca para qué servía un extraño objeto que le regaló el Emperador de Bizancio. En vida lo aprovechó para que abrevara su caballo, y cuando murió sus fieles lo aprovecharon como sarcófago. Supongo que ya habrán deducido que se trataba de una bañera y el que lo dude puede comprobarlo visitando el Monestir de Santes Creus.

  

            A principios del siglo XX muchas casas todavía no tenían agua corriente y las necesidades mayores se realizaban en un único retrete, para todos los vecinos, localizado en algún recóndito lugar de los bajos de las casas. Y para las aguas menores, un bacín siempre medio lleno que habitaba debajo de la cama, cubría las necesidades.

 

            Ante estas condiciones poco se podía hacer y las clases bajas, si no querían cantar la Traviata, tenían que lavarse por provincias o acudir a un baño público.

  

            Los ricos que tenían de todo en su baño, excepto el bidet que lo consideraban un objeto pecaminoso pues lo habían descubierto visitando los prostíbulos de lujo de París y seguramente no querían que su señora pasara por la afrenta de tener que usarlo, preferían disimular sus efluvios corporales con aromáticos perfumes, que mojarse la barriga aunque todavía no hubiesen cumplido los cuarenta.

  

            La casa en que nací y me crié es todo un ejemplo. Tenía un cuarto de aseo enorme, ocupado únicamente por un inodoro y un lavabo. De la pared pendía una ducha de la que salía incluso agua si abrías la manija correspondiente, sin embargo no había ningún plato de ducha debajo; aunque un pavimento de otro color demostraba su existencia anteriormente. Probablemente al anterior propietario se le habría roto el plato o tendría problemas de filtraciones con el vecino de abajo y, para el uso que le daba, no habría juzgado necesario restituirlo y se había limitado a quitarlo.

  

            A base de colonias y un desodorante que nos abandonaba casi inmediatamente y soportando estoicamente los olores a “suarda y bacallar” que campaban por doquier, aguantamos los de mi generación hasta que el “régimen” nos proporcionó viviendas, provistas de baño y aseo, que gracias a una inflación galopante podíamos pagar sin problemas después de los dos o tres primeros años. Después si la cosa se ponía puñetera, el piso se había revalorizado lo suficiente para poder venderlo obteniendo un suculento beneficio. Vamos, como ahora.

   

            Hace algunos años me sorprendió la noticia de que un señor había demandado a la Seguridad Social porque al ingresar a su señora en el Hospital la habían obligado a bañarse y desde entonces las relaciones conyugales no eran lo mismo, porque le habían quitado: ”L´olor a jembra”.

   

            Dicen los entendidos en la materia que antiguamente debido a la insuficiente higiene íntima femenina, donde se producían concentración de mujeres se percibía el característico olor de la Tristanolamina, sustancia exaltadora de la líbido y que supongo que hoy en día únicamente uno entre veinte millones sería capaz de identificar. Entre los que sin duda esta al señor que denunció a la seguridad social.

 

            Los hombres tampoco nos libramos. Los que tuvimos la suerte de poder dormir en casa durante la mili recordamos el olor acre que invadía la compañía cuando entrábamos poco antes del toque de diana. Era el típico olor a tigre que decían los veteranos. Sin embargo era imperceptible para los que allí dormían que saturados se levantaban como si hubiesen reposado en un jardín de rosas.

    

            Ustedes se preguntarán: ¿A qué viene este rollo a estas alturas? No puedo evitarlo. El otro día me crucé con una señora que me hizo recordar una vieja coplilla que cantábamos de niño: “Cuando Asunción se levanta de la cama/ un fuerte olor invade la habitación/ porque Asunción no se lava la camisa/ desde que tomó la primera comunión.”

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