Índice de Documentos > Boletines > Boletín Julio 2011
 

VIAJE A LA ISLA
(por Gaspar Llorca Sellés)


     Recordareis aquella vez que os quise narrar un suceso o vivencia y me salió un recuerdo largo de la infancia cuando convivía con mis padres y hermanas, tíos y abuela y muchos amigos, y me quedé estancado sobre la época de la guerra e intenté ilustraros sobre el desarrollo de la misma, y al final me enfadé con vosotros y conmigo mismo al revivir algo de dicha desgraciada guerra. Hoy no me va a ocurrir, así que empiezo:

     Día de fiesta, cuatro presuntos marinos: el mayor, veinteañero, de nombre Miguel, herrero y conocedor de la mar; el segundo también Miguel, algo menor, pintor y buen dibujante, empleado de Notaría; el tercero, vuestro abuelo, un año en escala descendiente, y el más joven, hermano de vuestra abuela, de nombre Jacinto, estudiaba en la Escuela Marítima de Barcelona. Y como veo algún que otro bostezo, me voy directo a lo que sucedió.

     Varamos la embarcación a la caída de la tarde, cuando la marea de levante amaina, “se va a dormir con su madre” nos decían siempre. Libres de oleaje, con una manta montamos vela, en busca de ayuda a nuestro remar, y con mucha moral pusimos rumbo a la isla, distante unas tres millas de la costa que dejábamos atrás. Vuestro abuelo, viejo lobo de mar (eso se creía él al sentir el salitre entre sus labios), manejaba el timón sentado a popa, pero al constante cabeceo del bote lo dejó en manos del experto, y desplegó los curricanes con cebos metálicos (pececitos dorados y poteras), que quedaban entre dos aguas debido a la escasa marcha de navegación. No sé el tiempo que llevó nuestra singladura, de la cual puedo vanagloriarme pues durante la misma pesqué tres hermosos peces, una melva, un jurel y una caballa, y así, con el tiempo devorado y no notado por ese quehacer tan divertido, llegamos al refugio de la isla casi sin enterarnos de que había oscurecido. Amarramos bien la barca, no había otra, y saltamos a tierra.

     Tierra desierta, ni bulto ni movimiento o ruido percibimos. La exploramos por ser chica y con la ayuda que nos prestaba la luna llena, y pronto nos hicimos más que un plano un atlas de la configuración del terreno: la parte de oriente y sur era abrupta, y la de tierra, o sea norte y oeste, plana. De arbolado un pinito viejo y sin brotes verdes, piedras, cactus y chumberas, vestigios de desierto perdido. Recogimos algunas raíces de arbustos autóctonos y algunas maderas que el mar lleva, con lo cual encendimos una pequeña hoguera. Al socaire de aquella infanta luminaria dimos cuenta del pan y companaje y  también del vino, y junto con lo pescado nos dimos un verdadero banquete. Con un bote de hojalata en el que introdujimos agua de la cantimplora y un buen puñado de tomillo del lugar puesto a las brasas, nos hicimos un escalda barbas que no nos intoxicó y sí nos hipnotizó transformando aquella escena en un cuadro del mismo Sorolla que prendimos en nuestra memoria para una exposición de buenos recuerdos, y luego aquel cigarrito cuyo humo nos sacaba la brisa de la misma boca y la conversación sobre las féminas y películas vistas; no quiero seguir recordando por temor a que la distancia pueda confundirme. La luna tuvo celos y quiso ser copartícipe de aquel ensueño, y había que ver con qué elegancia empujaba las nubes que le impedían su asistencia.

     En el corazón de la noche nos pusimos a resguardo de las fieras (mosquitos, mariposas, moscas y algún murciélago con su chillido) e intentamos llamar a Morfeo, que poco o casi nulo caso nos hizo ya que nos pareció que había pasado un instante al notar un resplandor anunciador del sol. Nos levantamos frescos como unas lechugas, es un decir, porque molidos estábamos, el amado suelo estuvo poco conciliador, sus durezas se clavaron en todo mi cuerpo: aún recuerdo mi cabezal, una lisa y dura piedra, configurada al paso del tiempo por ese mar eterno. No sé bien quién fue de los cuatro el que exclamó: ¡decidme si conocéis a alguien que haya disfrutado de este maravilloso primitivismo! Entre medio claros de luces, nos separamos a hacer nuestras necesidades; de cuclillas desalojaba mientras contemplaba el sol como abandonaba el horizonte, y al cambiarme de sitio observé con sorpresa que nada había salido, al instante las fantasías se esfumaron y con esfuerzo presioné mi barriga, pero en el desembarco no hubo fuego ni tan siquiera los truenos de la artillería; lívido, con los pantalones a media rodilla, me levanté y con los mofletes puestos a encauzar mi grito de auxilio quedé paralizado: descubrí a los ladrones de mis excrementos, allí estaban, pequeños y mayores, con sus ojos rojos inyectados de rabia y suplicantes; marché corriendo y tropezando, con los pantalones caídos  y gritando a todo pulmón: ¡ratass, ratas, rattaaass! Las risas de los compañeros me enfurecieron de momento, ya que la rapidez del cerebro joven me decía que ellos les habían ofrecido el mismo banquete que yo.

     Nos pusimos a pescar y, de improviso se levantó un viento huracanado que venía de oriente, levantando olas de respeto. Pronto se optó por abandonar la isla, el mástil perdió los calzoncillos que Corbí había puesto a secar, con lo que nos quedamos también sin bandera. Embarcamos presurosos y enfilamos hacia la costa; la travesía iba a ser corta, ya que la marea nos empujaba como motor de muchos caballos y pistones, pero las pasamos canutas, el mar embravecido de vez en cuando nos asustaba subiéndose a bordo. ¿Qué hacemos? Preguntamos los de secano. ¿Tenéis miedo? ¡Sí! pues todos a achicar (y de ahí el dicho: si tens por esgota) y con el pote, una botella a la que le rompimos el cuello y una gran esponja marina, empezamos a sacar el agua que nos invadía. No sé si Santa Marta, patrona del pueblo, intercedió; la cuestión es que aquel suplicio atroz se hizo pasajero. En la playa la gente esperaba, saltamos buscando firme y abandonando la embarcación que dejamos a merced de las olas. Yo, como recordando algún pasaje,  puse rodilla en el suelo y besé la bendita tierra. Y seguido empecé a abrazar a todo aquel que se puso a tiro.

Volver