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EL VUELO DE LA ALONDRA
(por Francisco L. Navarro Albert)


     Aquel jardín se presentaba como un oasis en medio de un desierto; poblado tan solo por árboles muertos, terrenos incultos y algún vestigio de lo que, no mucho tiempo atrás, debió ser una agricultura próspera, asolada hoy por la implacable sequía y la inacción de todos aquellos que, teniendo en sus manos el poder y la oportunidad, prefirieron otras alternativas más rentables a corto plazo, pero a la larga absolutamente inviables y carentes de sentido, porque con dinero procedente de subvenciones se puede comprar, pero si no hay una agricultura productiva ¿qué y dónde se puede comprar?

     La alondra, desde lo alto, atisbó aquella extensión extraña y exuberante, tan verde. Decidió que tal vez valdría la pena observar más de cerca y, con suave aleteo, planeó en dirección a uno de los grandes árboles que emergían entre la hierba. Mientras, el sol, implacable, intentaba abrirse paso entre el denso follaje de la copa de las copas en un esfuerzo inútil, ya que una ligera brisa hacía bailar las hojas, haciendo aún más difícil su intento.

     Voces infantiles y algarabía de risas llamaron la atención del ave. Desde la atalaya de su observatorio pudo ver cómo unos niños de corta edad se abrazaban y besaban, pugnaban por hacerse con una gran pelota de trapo o se dirigían corriendo hacia uno u otro lado del jardín, todo ello bajo la atenta y vigilante mirada de un hombre que permanecía callado, sin intervenir para nada en el bullicio y los juegos infantiles. Un leve crujido, que se hizo más intenso hasta convertirse en un ruidoso golpe, llamó la atención de la alondra; se trataba de una piña que había caído al suelo, en las proximidades de la zona en que los niños estaban jugando. Estos, primero asustados, vieron luego con sorpresa como del interior de la piña surgían los gruesos y negros piñones, que fueron  tocando con curiosidad, para después cogerlos y mostrárselos al hombre.

     Cerca de allí, sobre una fuente, faunos de piedra artificial sostenían un jarrón de cuyo interior manaba agua de manera continua, cayendo seguidamente sobre una pequeña plataforma, uniéndose a la que vertían a través de sus picos unos cisnes, también de piedra, para ir a parar  al vaso principal de la fuente, salpicando el suelo a su alrededor. Bajó la alondra, posándose suavemente junto a los cisnes, sacudiendo sus plumas mientras se bañaba mirando a uno y otro lado, con rápidos y nerviosos movimientos de cabeza.

     El hombre, desde la penumbra que formaba el voladizo de la casa próxima, contemplaba aquella escena llena de paz y sosiego; mientras, el lejano sonido de los automóviles por la carretera parecía querer aproximar el ajetreo de la civilización, tan ajeno a momentos como aquél, en los que nada parecía más urgente e importante que solazarse en la visión de la inocencia infantil o de la naturaleza magnífica y, a la vez, sencilla; de algo tan simple como podía ser el vuelo de una mariposa o las gotas de rocío cuando, cada mañana, parecían haberse ensartado en las agujas de los pinos para deslizarse después, suavemente, y ser abrazadas por la tierra dejando en recuerdo tan sólo una leve humedad que apenas perduraba. Lanzó un suspiro, inaudible para cualquier otro que no fuera él mismo y se dijo: ¡qué bella es la vida!

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