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APARIENCIAS
(por Francisco L. Navarro Albert)

El silencio invadía la casa y el único sonido que se percibía era el de mi llave intentando salir de la cerradura que, obstinadamente, se empeñaba con todas sus fuerzas en quedársela como huésped permanente, como si la separación fuera para toda la eternidad y no un simple “hasta luego”. Cuando por fin pude extraerla, recorrí el corto pasillo que me separaba de la cocina con la seguridad de que no había nadie, pero me equivocaba. Ella, como siempre, estaba allí; su cabeza reclinada, el rostro semivuelto hacia la puerta y las manos juntas le daban apariencia de estar meditando; sin embargo, advertí que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, como un torrente incontrolable, mientras hacía esfuerzos para intentar evitarlo.

          La primera impresión fue de sobresalto. ¿Habría ocurrido algo en mi ausencia capaz de perturbar el normal transcurso de nuestra tranquila existencia? Empecé a pensar y la cabeza empezó a verter, como si del cuerno de la abundancia se tratara, escena tras escena de lo acontecido esa misma mañana, lo de ayer, lo anterior, lo que habíamos escuchado como rumor, sucesos lejanos y próximos, todos los temores y ansiedades que, en estas situaciones, no hacen sino embrollarlo todo y darle una magnificencia que luego, ante la realidad, la mayor parte de las veces se nos revela como cosa baladí.

           El tiempo parecía haberse detenido y yo me sentía incapaz de dar un solo paso hacia ella, para asirla por los hombros y apoyar, como tantas otras veces, mi rostro sobre su cabello para aspirar su agradable aroma que siempre me evocaba al del melocotón, al de antes, cuando la fruta en sazón tenía un sabor y aroma fácilmente identificables y tan agradable. Y, mientras hacía aquello, solía susurrar tiernas palabras a su oído, que siempre eran respondidas con una sonrisa y un beso.

 Lo que me parecía una eternidad, en realidad fue tan solo un momento, pero vivido con la intensidad de un siglo, si hubiera sido posible concentrar todas las vivencias de un período tan largo. Salí de mi letargo y me adelanté, asiéndola por los hombros, volviendo su rostro hacia mí e intentando enjugar sus lágrimas con suaves besos. Instantes después, sin poderlo remediar, mis ojos eran torrentes, mis lágrimas se mezclaban con las suyas en una sucesión ininterrumpida, como podría bien suceder ante cualquier tragedia o grave suceso familiar.

 Una extraña sensación de desazón se iba apoderando de mí a medida que aumentaban las lágrimas. Miré a mi alrededor; en la olla, puesta al fuego, crepitaban las burbujas del caldo en plena ebullición, aquí y allá, sobre el mostrador de la cocina, diversos platos con tomate, pimientos, ajos, laurel, evidenciaban que estaba preparando una comida. De repente, ella empezó a reír a carcajadas sin cesar en su llanto y me enseño sus manos; entre ellas una cebolla y un cuchillo estaban en plena ceremonia de troceado y las lágrimas no eran otra cosa que el efecto de los irritantes efluvios de aquélla al ser cortada.

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