Índice de Documentos > Boletines > Boletín Febrero/Marzo 2012
 

EL ARTE DE LA ORATORIA
(por Francisco L. Navarro Albert)


No pocas veces en el transcurso de una disertación o lectura el receptor se plantea la duda, bastante razonable según creo, acerca de la posibilidad de que cuanto ha percibido no tenga sentido alguno. Es una impresión como de haber estado en contacto tan solo con palabras vacías, hasta el punto de que se albergan dudas sobre si puede ser problema de su personal ignorancia o entendimiento como auditor o, por el contrario, el ponente es un experto en el arte del camuflaje y habla y habla sin decir nada, lo cual -bien visto- no está mal, porque expresarse de esa manera a nada le compromete.

 

Hoy en día no son pocos los que “obligados” por el puesto al que se aferran, ya sea política, social o laboralmente, utilizan estilos grandilocuentes o  inventan vocablos de impacto en su afán de dar sentido a actuaciones que, de otro modo, parecerían como esas calabazas que se utilizan a modo de cantimploras, totalmente huecas. Así, se obtiene una perfecta simbiosis entre palabra y actuación, ambas totalmente carentes de sentido e inocuas, pero también totalmente ciertas, puesto que se cumple la igualdad 0=0. Que esto se consiga lanzando mensajes directos o subliminales, aludiendo a los tópicos de siempre o que, convencidos de que sus argumentos por torpes que sean    (o por absurdos que sean los propios planteamientos) siempre van a encontrar -al menos- un ejército de palmeros dispuesto a gozar y festejar vigorosamente cualquier expresión más o menos afortunada, tanto da; sobre todo si encuentra correlación entre su contenido y el expresado por otro ponente cuya persona se pretende dejar en evidencia.

 

Se presenta como tarea ciertamente costosa pretender conocer, a priori, si esta forma de actuar es meramente cuestión de suerte o es la propia ignorancia del orador, al asumir como ciertas sus propias palabras después de tanto exhibirlas, lo que le hace caer en una especie de éxtasis de auto fagocitación y sugestión que le convence de la autenticidad de su propio mensaje, que transmite a partir de ese momento con la absoluta convicción de que su versión es la verdad y, por tanto, no ha lugar para manifestar el menor  atisbo de disensión.

 

Es, entonces, cuando el auditorio ha sido privado de la facultad del discernimiento y tanto da que el orador transite por los famosos Cerros de Úbeda como que emule al célebre Pinocho, aprovechando la dificultad que para la anatomía humana supone el alargamiento del apéndice nasal sin el concurso de hábil cirujano. Enardecido el orador por este clamoroso éxito, cautivado a su vez por el acogimiento que el auditorio hace de sus expresiones, no es de extrañar que, en ocasiones, se ahogue en sus propias palabras al superar dicho éxito las expectativas que sobre él se habían planteado previamente a la intervención y, sea cual sea el resultado final de ésta, difícilmente puede sustraerse a otra contemplación que no sea la propia y, por ende, la del grupo a quien haya podido representar; el cual, a no dudarlo, estará dispuesto en todo momento a ofrecerle respaldo, seguro de contar con un mensajero capaz, si no de convencer al auditorio, sí al menos de sumirle en un estado de catalepsia propicio para sembrar en su mente la idea fundamental del programa: “cuanto digo es cierto y el que no lo acepte está equivocado”. Todo ello sin correr el riesgo de que nadie se ausente de la sala.

Volver