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El encuentro esperado

Manuel Sánchez Monllor ____________________

 

 

 

 

Soy octogenario. Mi mundo ha pasado inexorablemente. Me encuentro solo, desplazado y confuso en este tiempo que no es el mío. Es probable que pronto mi vida toque a su fin y quiero satisfacer el profundo deseo de conocer cómo fui realmente cuando tenía quince, veinte años... quiero reencontrarme con aquel universo sereno, ilusionado, de plenitud, y afirmar mis difusos y emocionados recuerdos.
    

He hallado una carta que escribí a mi novia. Mi pulcra caligrafía de entonces y los sellos postales marroquíes en el sobre me remiten al tiempo que busco. La lectura de la carta me asombra. No me reconozco. Contiene informaciones triviales y expresiones amorosas de deseos de reencuentro. ¿Lo expresaría yo así ahora? Parece escrita por otra persona. Sin embargo contiene un halo de profunda y pura emoción juvenil que ahora envidio y no sabría expresar. ¿Quién era yo entonces?
 

Deseo, y temo a la vez, enfrentarme al joven que fui y conversar con él. ¿Cómo podría ser el encuentro? ¿Cómo explicaría a aquel joven el añejo recuerdo que de mí mismo atesoro? ¿Cómo advertirle de todo lo que le acontecerá en un tiempo todavía desconocido para él?  Tal vez le hable de la sociedad que conocí, de costumbres perdidas, de estudios y amigos, de los amores juveniles; y creo que todo le resultaría arcaico y extraño. ¡Ha pasado tanto tiempo! ¿De qué le hablaría entonces? 

     Si lograse verle podría identificarlo. No sólo sería su físico, que recuerdo delgado y curtido de sol y mar, sino su permanente comportamiento observador de cuanto le rodeaba. No obstante, habré de advertir las diferencias que el tiempo transcurrido ha impuesto: en vez de aquella armónica Honhner que tanto aprecié -“Beguin the beguin”, el himno de la armada americana, “Angelitos negros”...-, es probable que sea portador de un reproductor musical iPod y auriculares. Su atuendo será distinto; no portará ropas como mis bombachos o la sahariana que me cosió mi madre, y sí, probablemente, vaqueros y otras prendas con ostentosas marcas.

  

Recorro la ciudad con la esperanza de hallarle. En el puerto no están los viejos pescadores con cañas, ni las barcas para navegar libremente por toda la amplitud de su dársena interior; ni tampoco los barcos que con las primeras luces que sorprendían a la ciudad arribaban rebosantes de pescado, tripulados por fatigados y alegres marineros. Veo ahora centenares de mástiles arracimados sobre los azules donde yo remaba. Y junto al paseo, que abría una ventana de agua y horizontes, entonces espacio de conversaciones y sueños de aventuras, fluye ahora una riada incesante de coches y de gentes apresuradas que me aturden. En ocasiones, titubeo y tengo la tentación de detener a algún joven y preguntarle si se llama como yo, Marcos Salas Marcos.

  

Otras veces temo buscar en vano, y no hallar al muchacho íntegro, respetuoso y esforzado que invoco. En el esperanzador propósito pienso en mi calle –aquella de mi niñez y juventud con plantas bajas y algún primer piso-; en la que ahora no se conocen los vecinos, no se sientan en las noches de primavera y verano en la puerta; no se conversa alegremente entre ellos; ya no se sacan a la calle las hamacas y mecedoras, ni las humildes mesitas y la cena que la familia compartía gozosa. Hoy sería inútil preguntar cómo era yo a los que ahora habitan en sus elevadas construcciones. Nadie quiere saber nada de nadie.

  

El empeño en que persevero exige adoptar algún método. Compruebo que numerosos jóvenes concurren durante el verano en el paseo de la playa próxima, lo que se identifica con mis gustos pasados. He decidido concentrar allí mis observaciones. Me instalo en un primer piso, frente a un espacio de encuentro con asientos para los paseantes. Desde este privilegiado lugar observo a numerosos jóvenes que pasan o se detienen. Tendré así muchas más posibilidades de encontrar mi añorado Marcos Salas. Siendo yo joven sentía atracción por lugares como éste y solía sentarme frente al mar; tal vez él lo haga también.

  

Durante cuatro meses he permanecido vigilante. Unos prismáticos me permiten comprobar los rasgos faciales de cuantos transitan. Es agotador. A veces me exalto creyendo reconocerme, y otras, en momentos de espera, me desasosiego imaginando el encuentro cargado de incógnitas.

    

Hoy, último día de septiembre, colmo mi agostada vida con un año más y el solo aliento del encuentro esperado. Como de costumbre, me dispongo a desayunar en la terraza, y antes de coger el periódico, en mi inercia vigilante, observo la zona de recreo y veo a un joven sentado, leyendo. Está con las piernas cruzadas, apoya el brazo derecho en el costado del banco y reclina la cabeza sobre la mano, como siempre tuve yo por costumbre. El joven está concentrado, con la cabeza inclinada hacia un libro, por lo que no logro verle la cara. La imagen me aporta el recuerdo de otro de mis cumpleaños -sólo quince entonces- en que me regalaron y leí con avidez los cuentos de Edgar Allan Poe... Un nuevo detalle me llena de excitación: observo que se ha subido  el cuello de la camisa como yo solía hacer. Al cabo de un tiempo, que me parece infinito, no puedo contenerme y decido bajar y enfrentarme a él:

 

- ¡Hola!, ¿Qué lees?

- A Poe -,  me responde.

Impresionado, sólo puedo decirle:

- ¡Que agradable sorpresa!, me llamo Marcos Salas Marcos.

Cierra el libro:

- Tío ¿de qué vas? ¿Estás de coña? Marcos Salas Marcos soy yo.

Se levanta, me mira con desdén y se va.

 

 

Dedicado a quienes, inútilmente,

añoran su pasado.

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