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______________________________ a corazón abierto

Cuando la educación es un arte

Demetrio Mallebrera Verdú ____________________

 

 

 

 

En otra colaboración, en la que rememorábamos el nacimiento del ser humano, decíamos que del letargo en el que quedaba nuestro ser indefenso y dependiente, nos sacaba, por ejemplo, un ser imaginario pero singular que, extraído del cuento de la Bella Durmiente, lo hacía con la sencilla pero entrañable forma de un beso, y allí dejábamos que aquel nuevo ser empezara a crecer, arrastrarse, gatear, hacer equilibrios que se nos antojaban graciosos para ponerse en pie, y también berrear para llamar la atención y pedir a grito pelado que se le indicara cómo hay que manejarse, sin molestar mucho, para poder vivir. Pero hoy vamos a dar un giro a nuestro relato fabulando que el beso que nos despierta tiene un nombre que nos conviene y que no anda descaminado. ¿Qué tal si le llamamos “palabra” y le damos así la bienvenida al mundo de la inteligencia utilizando su vía natural: la comunicación? Apenas nos damos cuenta porque se trata de un verdadero prodigio. Pero, a base de oírnos y observarnos, el bebé empieza a balbucear palabritas que a los mayores nos sorprenden y nos divierten. ¿Y qué decir cuando, quizás asomando un dientecito, empieza a sonreír? A nosotros nos conmueve, nos emociona. Empieza el aprendizaje, la semiótica, el mensaje, la cultura, porque es un brote nuevo que hay que cultivar.

Contemplando al niñito que ha vuelto a dormirse en su cuna o en su sillita, los mayores contemplamos, o aún más, adoramos, a esa belleza de la naturaleza que ahora ya da muestras directas, aunque incipientes todavía, de conocimiento y bien pronto lo serán de entendimiento. Los padres y abuelos ya saben que han entrado en el terreno de la segunda responsabilidad (la primera era la alimentación y la supervivencia física). Con estos detalles, embobaditos ante las gracias que nos hacen, los “bebitos” nos están recordando que los humanos tenemos la capacidad de pensar, y que ahora que ya lo han manifestado, nos toca acordarnos que somos nosotros los que debemos ser los promotores, a ser posible proactivos (como se dice mucho en estos tiempos) de que ese germen fructifique adecuadamente, que no quiere decir que sea como nosotros queremos, o hemos soñado o imaginado, cuidando que lo aprendido en la primera infancia marca lo que luego vendrá, pues los niños no inventan sino que aprenden de lo que sucede en su entorno. Es el momento, un tanto formal y serio, de recordar que el uso de la lengua es fruto de lo que se llama educación, y que ellos hablan porque antes han sido hablados. La palabra “educación” viene precisamente de “sacar afuera”, que es una capacidad o predisposición natural, pero que hay que estimular para que actúe de manera eficaz y correctamente.

El cuerpo, que ya estaba desde la primera parte como algo visible, en esta segunda se pone a “dialogar” con la pieza que está escondida (“espíritu” la llamábamos) y ya le oyes decir “aquí estoy”, mientras anda por dentro intentando entenderlo todo y pidiendo también expresarse. Entramos ya en periodos delicados (y también apasionantes) de la vida familiar, porque todos los que conviven son seres libres que no sólo dan y reciben conocimientos y experiencias, sino que no pueden descuidar saber cómo van a expresarse para no molestar. Dicho esto, que parece estar en continua tensión cuando nos relacionamos padres e hijos, hermanos mayores y pequeños, incluso abuelos y otros familiares, es un alivio escuchar a especialistas que te dicen, convencidos, que la educación no es una técnica sino un arte. La dieta del espíritu, dicen otros, es un combinado de muchos bienes que se van acumulando, de modo que forman un depósito inmaterial llamado “cultura”, utilizando una expresión derivada de lo que ya decía Cicerón recogiendo ideas de Horacio. Lo bueno de la cultura es que se sale de lo incorpóreo para coger cuerpo y hacerse tangible en maneras que proceden del discernimiento humano.

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