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E L   B U S T O

 

José Manuel Fernández Melero

                                             

     Antes de entrar en el fondo de este relato conviene aclarar como en algunas películas que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”, entre otras razones porque la imaginación del lector inteligente bien pudiera sacar una conclusión equivocada. No obstante y para ser más sincero diré que no todo es imaginado, mucho es real y, si como piensan algunos, la vida va detrás de lo que imaginamos, espero que el lector obtenga sus propias deducciones y averigüe qué parte hay de verdad y qué de mentira en el relato y, lo que es peor, qué parte de esta mentira podría convertirse en realidad .

     Era un día como los otros, en la antesala quedaban un par de visitas. Carmen, la Secretaria atendía el teléfono y escribía en el teclado de la computadora al mismo tiempo, con un minúsculo micrófono que salía aparentemente de uno de sus oídos. Todo era orden y silencio. Las visitas repasaban sus notas y cansadas de esperar observaban su alrededor, incluida Carmen, con descuidada curiosidad. Carmen tenía la edad justa, sin llegar a ser madura conservaba el buen dibujo de su juventud. Antonio, el ordenanza, vestía uniforme azul de botones dorados con el anagrama de la Entidad. En otro tiempo, cuando los militares no usaban trajes de camuflaje, habría parecido uno de ellos. Antonio era de esas personas a las que se le supone de inmediato simpatía, y tenía esa mirada ágil de los listos. 

      De vez en cuando sonaba un timbre, entraba Antonio, se dirigía a la puerta del Director G , dando un golpe con los nudillos al propio tiempo que decía: “Con permiso”, entraba y volvía a salir con un unos documentos que entregaba a Carmen, o con algún paquete que las visitas miraban, tratando, en su aburrida espera, de adivinar el contenido, Un paquete, ya se sabe, invita a averiguar qué puede haber en él, nunca se acierta, pero es un buen ejercicio para la imaginación.

      Don José de Morales, hombre meticuloso llevaba la cuenta del tiempo de su espera. El Ordenanza, después de sonar un timbre, había entrado siete veces. Cuatro había salido con papeles, dos con paquetes y una sin nada. Dada su experiencia de otras ocasiones -pensó-, le quedaban aproximadamente dos timbrazos para poder ver al Director G. Era muy importante llegar con tiempo suficiente para verle, era persona amabilísima, aunque muy estricto en cuanto al horario, de tal suerte que más de una vez tuvo que volver, por haberse demorado el tiempo de las anteriores consultas. Nunca terminaba de acostumbrarse y siempre se ponía algo nervioso antes entrar, era como si estuviese ante alguien que conoce ese pasado intimo que todos ocultamos, y el Director G sonreía  como diciendo “No se preocupe, Morales, lo suyo solo lo sabemos Vd. y yo” , luego de... “Por favor Morales, tome asiento, ¿qué desea Vd.?”

       Morales tragaba saliva y decía venciendo su timidez: Sr. Director, es por el asunto de las cuatro últimas visitas, me dijo Vd. que todo estaba resuelto y que hablara con el Jefe de Compras, pero por mucho que trato de localizarlo no lo consigo, siempre está fuera atendiendo a posibles vendedores y en su Departamento, donde antes había muchos empleados ahora no veo a nadie. Dígame Vd. que hago.

      Haga lo que yo, amigo Morales, haga lo que yo, tener paciencia. Espero que algún día  me den la Medalla de la Paciencia, distinción que muchos merecemos, pero que a nadie han concedido. Tengo un amigo, Director como yo, al que han dado todo tipo de medallas y distinciones y está esperando que le den la de la Paciencia para retirarse. La medalla de la Paciencia es distinción muy nueva y tiende a compensar sicológicamente a aquellas personas que durante toda su vida han tenido que soportar los discursos  y los elogios sin tener la remota posibilidad de ser, alguna vez, un poco canalla. Es como ser santo por obligación. Se ha creado un comité para agilizar los trámites de esta nueva condecoración, e inmediatamente que se la den a mi amigo voy hacer lo posible para que a Vd. también se la concedan. Con ello no va a conseguir ver al Jefe de Compras, pues a decir verdad no sé si es uno de los puestos que se han amortizado últimamente, pero le aseguro que dormirá Vd. mejor y verá reconocido su esfuerzo.  ¿Desea Vd. algo más, Morales? 

       Nada más, Sr. Director G, muchas gracias por sus palabras y buena disposición- respondió Morales con  un hilo de voz. Se levantó. Hizo una leve inclinación con la cabeza y salió del despacho al mismo tiempo que el timbre sonaba de nuevo, llamando a la siguiente visita.

        Morales se fue pensando que el Director G. no era un cabrón, era buena persona, pero no podía hacerlo todo. Quien sí era un hijo de su madre era el Jefe de Compras, pero si ya no estaba, tampoco debía preocuparse. En fin, cuando se lo explique todo a mi Jefe, el Sr. Rotlusnoc, es probable que piense que debo ser amortizado en la empresa.

          Morales no sabía que trabajaba para “Los Consultores” y el éxito de su trabajo consistía en no poder vender, su fracaso era el éxito del sistema; mientras menos material consumían mayores eran los resultados. Los Consultores habían hecho un modelo perfecto, aunque no habían caído en que aún podían reducir en un 50 por ciento la plantilla eliminando a la secretaria o al ordenanza. No tenía ninguna repercusión en la cuenta de resultados, pero estadísticamente tiene una pésima lectura. En la gran Convención alguien podría decir que en la empresa sobraba la mitad de la plantilla y esto era muy duro de aceptar.

       “Los consultores” habían empezado en muchas Entidades como gente especializada en dar soluciones a problemas empresariales concretos; en definitiva no hacían otra cosa que generalizar un modelo y cuando todas las soluciones eran iguales, surgían espontáneamente los problemas de competencia, para lo cual volvían a modificar aspectos que las hiciesen mas competitivas y rentables. Por este camino habían conseguido resultados sorprendentes, como la gran empresa con un solo empleado virtual, que era el gran ejemplo, el desiderátum.

    La última visita salió cabizbaja, como  todas. El Director G no dejaba claro a nadie sus ideas. Es condición de un buen ejecutivo que los demás adivinen sus propósitos: siempre van más lejos que sus deseos.

          En la soledad del antedespacho, Antonio se dirigió a Carmen con un “Carmencito, cada día me gustas más. Vamos a despedirnos del Jefe y estamos un ratito juntos”  Carmen siguió trabajando y sin mirarlo le contestó lo que todas las mujeres dicen y algunas piensan “Antonio, hijo, siempre estás con lo mismo, enseguida termino y nos despedimos del Jefe.”

         Sin prisas, recogió todos los papeles de encima de la mesa, desconectó la computadora, miró detenidamente alrededor por si olvidaba algo y se levantó lentamente. Antonio la tomó por la cintura y juntos caminaron hasta la puerta del Despacho del Director G. La abrieron sin ningún protocolo. Al fondo el Director G. tras la mesa los miraba hieráticamente.

          ¡Jefe, es la hora¡ exclamó Antonio.

           El Director G sonrió, y con voz pausada les dijo: No sabéis lo feliz que me siento en este momento. Desconectar un día más, es el único objetivo de mi existencia. Os recuerdo que mañana hay Consejo y cada miembro debe estar en su sitio, Por favor, que no ocurra como la vez anterior, que el Consejero Díscolo fue situado en el lugar del Comprensivo y no hubo manera de que nos entendiéramos.

            -No se preocupe, dijo Carmen, ya están en su sitio, les he quitado el polvo y he hecho una comprobación exhaustiva .

            -Muy bien, pues cuando quieras Carmencita.

    Carmen se dirigió hacia la mesa, se situó detrás del Director G y lo abrazó, le dio un beso en la mejilla y al propio tiempo, girándolo, tiró de él hacia arriba. En ese momento sus ojos se cerraron dulcemente y el busto del Director G quedó en los brazos de Carmen. Lo depositó sobre un lado del sofá, luego marcó  unos códigos en la consola mientras una voz  metálica decía: Elemento directivo fuera de servicio.

     Antonio contemplaba la escena silencioso.

    - Carmen, puedes creer que me da celos verte hacer esto todos los días, es demasiado real.

   - A mí también me da pena que sea tan real, pero solo medio cuerpo. Los consultores tienen miedo de que anden. En fin, Antonio, no te pongas celoso, vamos a echar el polvo, que mañana “ellos dirán”.

      Antonio, por un momento, creyó ver parpadear el busto inerte del Director G y encontró la mejor justificación para el “gatillazo” de aquel día.

 

     

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