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- S U E Ñ O S
 
Desde hace mucho tiempo padezco de insomnio; en algún momento de la noche me despierto y ya no encuentro manera de conciliar el sueño.

Mi hijo, cansado de aconsejarme sobre este tema, en Navidad me regaló un libro . Su título “Dormir Bien”, y debe ser muy bueno porque cuantas veces he intentado leerlo me he quedado dormido. Tal vez sea ése el secreto del libro.

Mi problema es que, si me desvelo y quiero leerlo, debo encender la luz, y entonces despierto a mi esposa. Si persisto y lo leo, me duermo, y quien se desvela es ella. Si la cosa continúa así le regalaré otro ejemplar del libro y leeremos a la par, a ver si también el sueño le viene con la lectura.

De momento he dejado el libro lejos de la mesita de noche, y hago caso omiso de la tentación que me incita a levantarme y proseguir la lectura. Como durante el día no tengo mucho tiempo para reflexionar, las noches son el refugio de mis pensamientos, mis aventuras,... son el germen de este o de aquel artículo, y también el tiempo para repasar lo acontecido durante el día y analizar si mi comportamiento ha sido el que corresponde a un ser humano civilizado o, simplemente, he sucumbido al influjo de los “no es cosa mía”, “yo cumplo con mi trabajo” y otros tantos subterfugios que nuestra hábil mente tiene siempre dispuestos para culpar a los demás de todo lo que no funciona.

A veces se me ocurren verdaderas tonterías que no sirven para nada en la práctica, pero me consuelo diciéndome a mí mismo que tengo una imaginación desbordante. Lo cierto es que aún no he descubierto un método para ganar dinero decentemente sin trabajar, aunque de esto -según se deduce por la prensa- hay verdaderos maestros (en lo del dinero, lo de la decencia está por ver).

Volviendo al insomnio, en ocasiones los ruidos de la noche se manifiestan con absoluta claridad; oigo -lejano- el silbido del tren que me recuerda mis tiempos de adolescente, cuando viajaba a la Universidad Laboral de Sevilla en compañía, entre otros, de nuestro querido Vicente Esteve.

Aquello sí que eran trenes; no sólo te trasportaban, podías compartir el bocata con el compañero sin miedo a manchar la tapicería, porque los asientos eran de madera; y la carbonilla de la máquina de vapor se filtraba a través de las rendijas de las ventanillas, con lo que siempre llegábamos al destino algo más morenos que al subir. Lástima que al primer lavado desaparecía el bronceado.

¡Que tiempos aquéllos! Ahora, si quiero rememorarlos tomo ocasionalmente un ferrocarril de vía estrecha que bordea la costa, y el traqueteo es el mismo de antaño aunque los asientos son mejores y también es mayor la velocidad, pero ya no puedo dar una cabezadita y... cuando miro por la ventanilla, el paisaje parece que se va deshilachando en la lejanía. Tan solo las nubes, contra el cielo, adquieren extrañas formas que se fagocitan unas a otras como grandes monstruos que compiten por un lugar en el infinito.

Al fin y al cabo ¿que son los sueños? Son como las nubes: aparecen en un cielo limpio y vacío, van tomando formas, unas veces extrañas y otras conocidas. En ocasiones son tan vivos y crueles que nos hacen despertar sobresaltados; otras -en cambio- adoptan personalidades de cuentos de hadas y hacen que en nuestros rostros asome la sonrisa .

No sé qué sería de nosotros sin los sueños. O, quizá, lo que es un sueño es la vida, porque a veces cuesta creer que la realidad sea tan dura; que los que nos llamamos seres humanos civilizados seamos capaces, no ya de cometer barbaries que escapan a la imaginación, sino -además- de seguir ingiriendo tranquilamente nuestro menú mientras una pantalla nos muestra lo que otros congéneres se entretienen en hacer, eso sí, en nombre de la civilización, a otros cuya única ¿culpa? es haber nacido con otro color de piel, tener otras creencias o, simplemente, estar en la miseria.

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