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- LAS PEQUEÑAS COSAS
 
Hay cosas que por estar siempre a nuestro alrededor y formar parte de la vida cotidiana no las vemos, o por lo menos no apreciamos su existencia en su justo valor, y hay mucha belleza en ellas si nos paramos a examinarlas.

Ayer salí a dar un paseo después de tres meses que fueron una sucesión de horas, minutos, y segundos lentos, grises, como una maraña de días y noches sin encontrar un rayo de esperanza para salir del dolor y la soledad. Batas de médicos, paredes blancas, todo era átono, las voces llegaban tamizadas, profesionales. No pensaba nada, yo también era algo blanco informe, sin voluntad, ni dignidad, ni pudor, un pedazo de materia manipulable, turbada por las pesadillas y el desamparo.

He tenido otro tête a tête con la muerte y, de momento, parece que se ha ido de vacío; quizás por eso ahora doy más valor a las cosas. Cuando la vida te envuelve estás demasiado ocupada, viviendo, para reparar lo grato que es un rayo de sol, o un paseo corto y vacilante apoyada en el bastón.

El domingo de Carnaval amaneció cubierto de una capa de nieve que no dejaba ver un atisbo de vida. Los árboles, sepultados bajo el peso de aquel sudario blanco, parecían muertos para siempre. La mimosa del jardín, que empezaba a amarillear con la promesa de sus flores, la lánguida belleza de sus ramas cimbreantes y el dulzón aroma de sus flores, se desplomaba bajo su peso.

Me entristece la nieve has tal punto que no puedo comprender como hay gente que soporta toda una existencia en lugares donde el invierno es largo, infinito, blanco, con noches interminables.

En mis pequeños paseos por la urbanización donde vive mi hija en Madrid, he descubierto otra realidad que siempre ha estado ahí y yo no había sabido verla. De pronto, con el primer rayo de sol, la nieve desapareció como si un mago hubiera soplado escondiéndola debajo de la alfombra del primer día primaveral, y aparecieron las primeras violetas, que aún conservaban el aroma fresco de las madrugadas invernales.
Crecían por todas partes, en los lugares más inverosímiles, bordeando los troncos de los grandes árboles todavía desnudos, en los bordes de piedra de los caminos, entre la yerba que limita la entrada de las casas, en las bocas de riego y hasta poniendo un halo de belleza alrededor de las feas tapas del alcantarillado.
Parecía como si el invierno quisiera despedirse regalándole a San José unos días de cálida primavera antes de tiempo, y, sin saber como, de pronto, todo explosionó como en un juego de fuegos artificiales. Asomaban por encima de las tapias de los pequeños jardines las flores rosas y blancas de los árboles de adorno, las mimosas le robaron al sol el oro de sus rayos y se bañaron voluptuosamente en ellos hasta convertirse en racimos dorados que se desmayaban, acariciantes, por encima de las vallas.
Algunos arbustos se tiñeron de amarillo, otros se cubrieron de blancas flores minúsculas. Todo este esplendor casi lo había olvidado, pues tengo la suerte de vivir en esta ciudad donde los inviernos son tan tibios y soleados que pasan sin transición a los calores mediterráneos.

Con los primeros aromas nuevos tuve una especie de regresión proustsiana, a los días felices de mi infancia, cuando cogíamos las primeras violetas del jardín de mis padres, donde se cultivaban con mimo para la ocasión. El día de San José por la mañana hacíamos unos ramilletes lo más grandes que podíamos y los anudábamos con cintitas de raso blanco. A primeras horas de la tarde se los llevábamos al San José que tenían mis abuelos.
Era una talla magnifica de estilo barroco, y tan grande que mi abuela, orgullosa, decía: “es de tamaño natural”. Para nosotras resultaba gigantesco, porque además estaba colocado sobre un mueble antiguo que realzaba más su grandiosidad. Me he preguntado muchas veces cómo fue a parar aquel santo de iglesia a casa de mi abuela materna, pero en el siglo diecinueve, con tantas guerras carlistas, hubo saqueos, incendios y el caos que se organiza en estos casos a los que los españoles estamos acostumbrados, por desgracia.

Mi hermana y yo nos arrodillábamos en los dos reclinatorios de terciopelo que olían a rancio, hacíamos la ofrenda de las primeras violetas que colocábamos a sus pies, y mi madre encendía un cirio adornado con dibujos y guirnaldas que compraba en una cerería muy antigua de la calle de Mercaderes, situada en el barrio de la judería, que al fin, ahora, están rescatando y salvando de la desidia, la ignorancia y el abandono.

Después de la vela y las flores en sus recipientes de cristal, mi abuela hacía muchos malabarismos para depositar a los pies del santo, sin que la viéramos, caramelos, chocolatinas y una moneda de plata de curso legal por valor de dos pesetas, que para nosotras era una fortuna. Todo formaba parte de un ritual, aunque hacía años que ya no creíamos en el milagro de San José.

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