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A PROPÓSITO DE JUDAS
 
Lo de los nombres bíblicos tiene su miga.

Algunos ni siquiera los distinguen, pero otros aseguran que los prefieren para sus hijos; salvo el de Judas y Caín, claro, que no se los he visto a nadie en el DNI. Entre los que se lían figuran personajes de relevancia como Felipe González, del que se cuenta que se le acercó un niño –de eso hace ya lo suyo– que se llamaba Héctor.
Para quedar bien, al expresidente del gobierno no se le ocurrió otra cosa que pronunciar un cumplido: ´¡Qué bonito nombre bíblico!´, algo verdaderamente chocante para un nombre que nos evoca al famoso héroe de ´La Ilíada´ de Homero.
Quienes, por otra parte, sí distinguen los que proceden de la Biblia y rebuscan entre ellos el apropiado para sus recién nacidos manejan una variedad inmensa –Raquel, Abel, Esther, Rubén, Benjamín, María, Pedro, Santiago, Magdalena, Pablo, Marcos, Juan y unos centenares más– aunque eluden, insisto, los de Judas y Caín, que me parecen nombres que suenan con ritmo y hacen juego con ciertas combinaciones de apellidos. Yo no veo que carezca de ritmo silábico que uno se llame Judas Montero Rojo y otro sea conocido por Caín Fernández Aguinaga, de no ser porque la afición de tradición cristiana liga ambos nombres a un par de personajes con mala fama.
Y ese, reconozcámoslo, es el gran misterio. ¿Por qué no puede llamarse un niño Judas, ahora que incluso está de moda con el evangelio apócrifo aparecido, y ser una persona fiel, incapaz de planear una perrería al prójimo y hasta remiso a aceptar un soborno? ¿Por qué no puede llamarse uno Caín y llevarse la mar de bien con sus hermanos, hasta en el instante mismo de repartirse la herencia? Es como si condenásemos a unos padres por ponerle a un hijo Adolfo sólo porque nos perturba la existencia de Adolfo Hitler.
Puestos así, ni hasta yo debería llamarme José, que será muy bíblico por la parte que toca de San José pero que recuerda también a otro Pepe, a Stalin, de siniestra memoria.

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