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M I O L A
 
Miola, simulando humildad, bajaba temprano todas las mañanas al patio. Su paso era lento y se deslizaba suave y majestuosamente, arañando con sus garras de marfil el tronco del jazminero. Acudía al patio de nuestra casa para saludar a mi padre, gozar con sus caricias y sugerir el desayuno de cada día.

Volvía en solitario, cansado de corretear por los tejados; era entonces cuando mi padre abría la puerta, le tomaba en brazos y acariciándole el lomo y la cabeza preparaba su ración: un plato con leche caliente y migas de pan duro.
Mi padre sabía que su amigo tenía un corazón joven y enamoradizo aunque jamás se atrevió a preguntarle por sus esporádicas y largas ausencias y nocturnos devaneos. ¡Miola guardaba bien el secreto de sus félidos amores y de tantos y tantos recuerdos de sus andanzas por las alturas! Le pertenecía enteramente a mi padre; era hermoso, astuto, de pelo blanco y rojizo y podía presumir de un fino y brillante mostacho que le daba cierto encanto y señorío.
Los dos, mi padre y Miola, se observaban en silencio, con ingenua complicidad; nunca se supo que desvelaran sus sentimientos íntimos. ¡Cuánta historia evocarían con la mirada en aquellos lejanos amaneceres del verano y en las frías y oscuras noches de invierno!

Después del desayuno, mi padre marchaba al trabajo, mi madre de compras y yo a la escuela. Entonces regresaba él a su hechicero mundo de los tejados, bien alimentado, feliz y alegre de tantas caricias y arrumacos.
Con sus patas cortas trepaba de nuevo por el arbusto y se perdía corriendo para disfrutar cuanto antes de su libertad y competir en atrevidos lances con los demás compañeros de la vecindad.
Miola sabía con puntualidad cuándo regresaba mi padre del trabajo al mediodía, y en ese preciso instante abandonaba sus dominios para compartir el almuerzo con nosotros.

La casa de mis padres era en aquellos tiempos pequeña y pobre: el patio, limpio, escaso, entrañable; unos cuantos tiestos con geranios rojos y el jazminero con sus flores blancas; adentro, paredes encaladas, una alfombra de esparto, la mesa del comedor, un par de dormitorios y poco más. Pero a mí me queda todavía el regusto de haber crecido en ella. Qué silencio y qué paz.

Los momentos más hermosos y entrañables del día -para mi padre y Miola- acontecían después de la cena. Miola aseaba cuidadosamente sus uñas frotándolas en la alfombra, y entonces esperaba pacientemente que mi padre se sentara en el viejo sillón del comedor y, de un salto, se acomodaba en su regazo buscando el calor de su cuerpo y la sonrisa de sus labios. Deslizando sus manos con delicadeza sobre el lomo, mi padre le preguntaba:
- ¿Qué sueños tuviste anoche, Miola?
- ¿Es que acaso soñamos nosotros?
- No sé -insistía mi padre-, pero quiero que tú me lo digas, y si es así, como creo, que me cuentes las fantasías de tu mente, aunque sean mentira.
También quiero escuchar y aprender de tus sentencias.

Y Miola, con los ojos entreabiertos, platicaba con mi padre, en silencio, imaginando scherzos populares de bellísimas sonatas cuyos acordes de cariño y ternura conocían bien los protagonistas de esta historia.
A Miola le embrujaban esos momentos de intimidad, y mi padre se complacía enormemente en ellos. Sé que les hubiera gustado corear cantos con el mar, pero el mar estaba lejos; sólo se percibía el sonido del viento y el chasquido de la lluvia.
Miola, estático y ronroneante, escuchaba las palabras de mi padre que le caían lentamente sobre el hocico. Bien avanzada la noche, antes de ir a la cama, mi padre sacaba a Miola en brazos al patio y se despedía de él hasta la mañana siguiente. Entonces Miola contemplaba la luna y las estrellas y se relamía en su soledad preparando nuevas travesuras para la noche. Siempre acudía impaciente y fogoso a las citas amorosas y violentas trifulcas.
Él sabía que no había nacido para cazar ratones; la razón de su existencia era otra bien distinta.

Y llegó una mañana triste, agobiante, calurosa del mes de agosto. Miola no volvió a la casa. Su desayuno quedó, ya por siempre, intacto y frío en el plato. ¿Dónde estaría Miola? ¿En el cielo? O tal vez con el viento intentando alcanzar las estrellas.

* * * * * * * * * * * * * * *
Cuando volví a aquella casa, después de muchos años, aún seguían cayendo los blancos y suaves jazmines en el desierto patio donde floreció mi infancia y maduró mi juventud. Las ramas y las verdes hojas del arbusto se alargaban y se retorcían trepando hasta los tejados, todavía.

Allí, en aquel recóndito lugar, el sol era más radiante y luminoso que en cualquier otra parte del mundo. La luna, siempre alerta, con su mirada y su misterio, navegaba lentamente entre nubes ofreciendo claridad en las noches del espacio.

Y en esos momentos, de nuevo, sentí por todo mi cuerpo el perfume y las lejanas caricias del tiempo pasado. Y se humedecieron mis ojos de tristeza y melancolía.

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