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ADIOS A LAS ARMAS
 
Me pareció increíble lo que veía. Los soldados se despojaban de su armamento y equipos.

Unos, mañosos ellos, con el chasis de un cañón autopropulsado y el armazón de varios morteros construían un arado, al que habían adosado fusiles apuntando al suelo con la bayoneta calada, para labrar la tierra .

Otros, aprovechaban los carros de combate para transformarlos en tractores con los que mover los arados.

Todos estaban alegres y parecían competir en un concurso de ideas, en un afán por sacar el mejor partido reconvirtiendo las armas de guerra en instrumentos de paz y desarrollo.

Los cascos eran utilizados como cubos para transportar el grano para la siembra y, en una sombra creada con el toldo de un gran camión, varios cascos con agua eran ocasionales bebederos para las bandadas de avecillas que habían surgido de no se sabía dónde, apenas se apagó el eco del último disparo.

Enormes conos labrados en la tierra por las violentas explosiones de las bombas, acogían ahora, amorosamente, las raíces de cientos de arbolillos que en día no muy lejano permitirían recuperar el antiguo bosque que no consiguió sobrevivir al embate de las máquinas de guerra y los incendios que se originaron en la contienda.

Un enorme montón de casquillos de balas de cañón de grueso calibre acostados en el suelo inspiraron la construcción de un camino sobre el que deslizar hasta un barranco próximo todo el material bélico que no podía ser reutilizado.

Los cañones fueron desmontados y, liberados de culata y percutor, habían sido unidos para formar una canalización que recogía el agua extraída del río cercano por una noria toscamente construida con las aspas de varios helicópteros a las que se habían acoplado, a modo de cazoletas, mochilas vacías.

Nadie daba órdenes, aunque se podía distinguir claramente entre los soldados a oficiales de distintas graduaciones. Todos estaban empeñados en un mismo trabajo: reconstruir, crear riqueza.

Los nativos apenas salían de su asombro ante la actividad del ejército invasor y, algunos, con artísticos cuencos de barro que habían sobrevivido milagrosamente a todas las batallas, se mezclaban con los soldados llevándoles agua para calmar la sed y pequeños frutos.

En una zona próxima, varios niños jugaban sobre un trozo de carretera asfaltada que se conservaba intacto, haciendo rodar minas antipersona a las que se había suprimido su mortífera carga.

Nada de lo que aparecía ante mis ojos tenía que ver con lo ocurrido apenas unas horas antes, cuando el fragor de la batalla y el humo de explosiones y disparos apenas permitían distinguir quien era el enemigo. Ahora, desde el aire se podía ver claramente lo que antes había sido el frente de batalla, ocupado –en ambos lados– por vehículos y cañones con los mismo emblemas, por soldados vestidos idénticamente, que ahora se saludaban preguntándose cómo era posible que hubiesen disparado contra sí mismos sin advertirlo.

No había cadáveres, no había heridos y, milagrosamente, los pozos de petróleo que habían sido el origen de toda la contienda permanecían en píe, sin haber vertido ni una sola gota que contaminara el suelo.

De pronto, una luz inesperada hirió mis ojos. Cuando pude habituarme a ella, la pantalla del televisor mostraba la clásica “nieve”de cuando no hay emisión y el reloj marcaba las 3 de la madrugada. En la puerta mi esposa, con la mano todavía sobre el interruptor de la luz, me preguntaba: ¿es que no piensas acostarte todavía?

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