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CUCUFATE * ¡QUE LLUEVA!
 
No me gusta poner a los animales nombre de personas. Sus nombres deben ser cortos y rotundos, porque así se identifican mejor con ellos. Sin embargo he tenido dos gatos que se han llamado “Cucufate”.

El primero era un gato muy grande, o a mí me lo parecía, porque yo era pequeña. Era un gato muy gamberro. Mi padre y él no se podían ver: en cuanto entraba mi padre, él salía disparado. Nunca lo maltrató, pero bastaba que lo mirara o le dijera algo, para salir corriendo. Y es que no paraba de hacer trastadas. Recuerdo que tenía mi madre un juego de café de China, precioso, delicado y transparente, y poco a poco fueron desapareciendo piezas, porque Cucufate se subía encima del aparador, y por cualquier parte, y rompía muchas cosas.

A pesar de no tener muy buen recuerdo de aquel Cucufate, hace unos años tuve otro gatito al que llamé así.

Me lo trajo mi sobrino Carlos, que es veterinario. No sé de donde lo sacaría. Al principio no me hizo mucha gracia, pues en los pisos no me gustan los animales, ¡pero era tan bonito...! era blanco y gris y tenía una cara inteligente y guapa.

Me hacía mucha gracia cuando giraba sobre sí mismo como una peonza queriéndose coger la cola, o cuando levantaba las patitas al lado de los cristales persiguiendo alguna mosca, pero también era un poco trasto y hacía que a veces me enfadara. Se afilaba las uñas en la tapicería de las sillas, o se subía por las cortinas como hacía el “gato con botas” cuando el ogro se transformaba en león. Y si lo dejaba en la terraza escarbaba todas las macetas y sacaba la tierra.

Todo eso me hacía enfadar, pero se me pasaba pronto cuando íbamos de paseo y venía detrás de nosotros como si fuera un perrito. Se detenía a olisquearlo todo y luego daba una larga carrera hasta alcanzarnos y seguía a nuestro lado. También me enternecía cuando se subía a mi regazo mientras veía la televisión y se dormía ronroneando confiadamente como un niño chico con su madre.

Una tarde desapareció de casa, lo buscamos por todas partes sin encontrarlo. No comprendíamos lo que había pasado. Después sí nos dimos cuenta: salió por la terraza y atravesando una pequeña repisa que recorría la fachada, se metió por una especie de celosía de ladrillos que hay en el rellano de la escalera.

La niña que vivía en el piso de enfrente lo vio y lo cogió para jugar con él, y a la mañana siguiente lo echó a la calle.
La vecina de arriba me llamó muy alarmada y me dijo que a un gato lo había atropellado un coche. Bajé corriendo. Estaba tendido en el césped. No tenía ninguna herida, parecía que dormía, todo blandito como un peluche.

Me dio mucha pena, y cuando me cercioré de que estaba muerto lo puse en una caja de zapatos y lo llevé a un descampado lleno de matorrales, y entre ellos lo dejé. Lo sentí, y lo eché de menos. Comprendí que podía llegar a querer mucho a un animalito que conviviera muchos años conmigo, y prefiero no tenerlos.

¡Bueno!, tengo un canario muy viejo que canta muy bien. Lo quiero, pero no como a un perrito, o a un gato. También tengo tres peces, que ni fu ni fa, no dicen ni pío. Y también tengo un reno.

El reno es un peluche. No es que yo sea aficionada a los peluches, lo que pasa es que vinieron mis sobrinitas con uno igual, yo les dije que era precioso y que me gustaba mucho, y al día siguiente de los Reyes Magos vinieron con otro para mí. Escribieron una carta pidiéndolo, pensaron que era lo más bonito que me podían traer. Yo lo recibí como si fuera el mejor regalo, pues con esa intención me lo trajeron.

Y aquí lo tengo, despatarrado encima del sofá. Es casi blanco, suavecito y dulce. A veces lo acaricio y me acuerdo de Cucufate, pero tiene la ventaja de que nunca se morirá.
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* ¡QUE LLUEVA!

Que venga la lluvia.
¡Que llueva, que llueva!
Que las limpias aguas
empapen la tierra.

Que ya se ve parda,
que ya quema yerma,
que crezcan los frutos,
que nazcan las siembras.

Que ensanchen el pecho
ya los labradores,
que se regocijen
también los pastores.

Que los pinos grises
se vistan de verde,
que canten los ríos,
que broten las fuentes.

Que cale el camino
que está polvoriento,
y que lo apisone
no lo lleve el viento.

Que los charcos limpios
reflejen el cielo
y los desbaraten
los niños con juegos.

Que tu canción bella
no nos sea extraña,
y repiquetee
en cada ventana.

Que venga la lluvia,
¡que ya nos visite,
que todo está muerto!,
¡que lo resucite!

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