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ALTEA TRANSPARENTE
 
Milagro del color. Un arrobo de mar trasciende alado, angelicalmente los aires diáfanos. Esta es la palabra: diafanidad. Gloria de la celeste pulcritud. Árboles y sembrados, montañitas y pueblos, todo aparece tejido en la transparencia de este azul de azules.

He aquí la Sierra Helada, inmutable y serena. Resbaladora piel cenicienta. ¡Silencioso cuerpo! ¿Cómo no se enciende, si todas las mañanas el sol quema en su graciosa punta de Albir un polícromo haz de cerezas, de nardos lucientes, de rosas vírgenes, de violentos jazmines purísimos?

Cielo alegre, dice Madoz del que se extiende terso e infinito, apoyándose en el vértice de Albir y en el Morro Toix. Jardín ameno, dijo Cavanilles de este mágico edén.

Jardín, risueño vergel de verdes criaturas fragantes.
Y, en su centro, la esbelta gallardía de Altea la Nueva, pajareando azules sobre terradillos sujetos al aire diáfano.

Altiva, leve, esta primitiva Casteia fenicia, esta misteriosa Altaya de los árabes, saluda al viajero con un irreprimible impulso volador. Sus calles pinas trepan por la roca. Ventanales bellísimos. Plazoletas que miran alzando sus deseos hasta el templo parroquial.
Abajo, la suave palpitación del mar, un mar sin enigmas, solo en su esplendorosa beldad. En él, sueña la Isleta, carne de luna, cuerpo apenas cincelado frente a la hermosa y maternal cintura de La Olla.

Teoría de verdes; verdes resueltos en grises de plata sobre las raíces del Puigcampana y Bernia, la sierra muy amada sin propósito volitivo, sino tan solo por su singular eufonía, plena de líricas sugerencias.

En el poniente y abrupto remanso de su clámide, Altea la Vieja asoma el nácar de su mejilla.

 

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