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EL CAMPO DE AJOS
 
Aquella tarde de primavera no era como las de otros años. El viento arreciaba y las nubes corrían alocadas como intentando escaparse del cielo.

El camino, jalonado de adelfas quemadas por la última helada del invierno, ofrecía un aspecto desértico. Tan sólo nosotros cuatro avanzábamos, empujados por rachas de viento que sacudían en violento oleaje los crecidos brotes de un campo de ajos contiguo.

Apenas hablamos durante el trayecto, aunque todos pensamos en hacerlo, pero el recuerdo de él era todavía muy fuerte y aún parecía que notábamos su presencia entre nosotros, de manera que tan sólo pronunciamos unas pocas palabras, contestadas -casi– con monosílabos.

Llegamos al final del camino, cuando ya se bifurcaba para dirigirse a la plaza y a la ermita. Un antiguo pozo
–que antaño abastecía al pueblo– había sido redecorado y pasaba ya a formar parte del mobiliario urbano. Estaba tallado en una gran piedra de granito y tenía adosados dos grandes canalones, tallados también en piedra, que habían sido utilizados para abrevar el ganado.
Las dos bocas de que disponía el pozo habían sido cubiertas por sendos enrejados de hierro, para impedir la caída accidental de alguien en su interior. Sin embargo advertimos que los enrejados podían levantarse sin dificultad, por lo que el riesgo de caída no estaba del todo eliminado.

Pasamos junto a la vieja iglesia. Todavía recuerdo el día en que descubrí, labrada en una piedra próxima a la puerta, una inscripción que marcaba la fecha de construcción y los reales de vellón que ésta había costado .

Un imponente olmo crecía a la sombra de su fachada, rodeado de un parterre en el que cuatro o cinco rosales pugnaban por sobrevivir. Entre las hojas del olmo se escuchaba el parloteo incesante de los gorriones, meciéndose con el viento.

Frente a la iglesia, un caserón con el tejado medio vencido por la humedad y el peso de los años y la fachada desconchada enseñando algunos remiendos de ladrillo, mostraba en todo su esplendor un enorme escudo que parecía hablar de la nobleza de sus antiguos dueños y de otros tiempos mejores, a los que tan sólo la dura piedra había conseguido apenas sobrevivir, conservando –casi– su aspecto original, como si los años no hubieran transcurrido para ella.

En las proximidades, otras dos o tres fachadas, mejor o peor conservadas, también parecían alardear de su antigua nobleza, con escudos de gran belleza, pero menos aparatosos.

Algunas puertas tenían los dinteles construidos con grandes bloques de piedra, pero la mayoría habían perdido su encanto, cubiertas por el embozo del cemento y la modernidad. Tan sólo algunos techados cubiertos con teja árabe ennegrecida por el moho, indicaban que las casas eran antiguas y, en otros sitios, en los que la blancura de la cal había sido barrida por la lluvia y el viento, se podían ver claramente las paredes de adobe, desmoronándose y dejando al descubierto vigas de madera medio podridas hechas con troncos de árboles sin tallar.
El cielo se estaba oscureciendo por momentos y el viento arreciaba. A lo lejos, como un eco, sonaban los cascabeles del rebaño de ovejas que pastaba junto al campo de ajos.
Cerré, por un instante, los ojos y respiré hondo, llenándome del olor de la vida.

 

 

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