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E L    B I G OT E

 

José Miguel Quiles Guijarro

 

Descendiente directo de los mostachos de la época de Castelar, nació como tal en los primeros años del siglo y tuvo su esplendor en los años siguientes. Los profesionales le llamaron bigote “en forma”. Era la época en que el caballero para hacerse una fotografía lucía un cigarro en la mano. Nacía desde el mismo centro de los orificios nasales y se extendía en dos suaves pinceladas a lo largo del labio superior. Un bigote bien trazado era el complemento ideal y el sello del hombre distinguido. Cayó bien por su rigidez en la Europa de regímenes militares (excepción hecha de Mussolini que entendía que su perfil pertenecía al Olimpo). Es un hecho constatado por los historiadores que nuestro “general”, cuando comenzó a simpatizar con los aliados (año l949), la primera medida política adoptada fue afeitarse el bigote, como una prueba de afinidad de pensamiento.

Hubo dos figuras de alcance universal que dieron gloria al bigote: Errol Flynn y Clark Gable. En España  el bigote “en forma” más celebrado fue el de don Ramón Serrano Suñer, hombre bien parecido,  de exquisitos de modales, gallardo en su porte. En Italia Vittorio de Sica, en Francia Charles Boyer, exquisito.

Tenía este bigote una cierta emotividad que imprimía carácter a quien lo llevaba. Así el bigote de Jorge Negrete era arrogante, el de Pedro Infante melódico, el de Alfredo Mayo patriótico, el de Buero Vallejo bohemio. Incluso yo mismo parecía adivinar  ciertas dotes curativas en el bigote de mi médico. Era costumbre extendida dar una propinilla al peluquero si después del afeitado recortaba bien el bigote, naturalmente esto era un virtuosismo reservado a profesionales. Después de recortado acercaba un espejito que al efecto tenía,  para que el cliente diera el visto bueno. Éste valoraba la simetría de las puntas, el grado de inclinación, la rectitud de caída respecto al labio, la frondosidad no excesiva y finalmente echaba una mirada narcisista al conjunto. No fue una moda de masas, prevalecía más en las grandes ciudades, entre clases acomodadas, el bigote “en forma” requería de un hombre meticuloso. Más de un lechuguino presumió de buen porte gracias a su  bigote. No ha existido ningún torero con bigote (no coincide la concepción de la estética).

King C. Gillete, un industrial americano que fabricaba navajas barberas, ideó a principios del siglo, una pletina muy fina con bordes afilados que, aplicada a un artefacto en forma de “T”, facilitaba el manipulado del afeitado. Era más simple que el mecanismo de un pay-pay. El uso de la “Gillette” se generalizó, el industrial se forró y el bigote desapareció. Ya  no  existía  la filigrana del

 

profesional. Primero se le cortó el vértice superior, quedan-do un bigote recto sin gracia y sin personalidad (un producto de Todo a Cien) que en nuestro país se le llamó  “bigote mos ca” en plan burla. Más tarde el usuario tiró de la punta de la nariz hacia arriba y del rastrillo hacia abajo y fuera bigote.

El caso es que después no ha habido moda ni estilo, en lo que a estética masculina se refiere, que haya llegado a tener la aceptación del bigote “en forma”. Ni la anarquía estética “existencialista”, ni el tupé de Elvis, ni el flequillo de los Beattles, ni los cabellos largos de los años setenta,  y menos  las cabezas rapadas de hoy.  El bigote “en forma” tuvo una vigencia, sin interrupción,  de cincuenta años en nuestro país. Como todas las modas estéticas,  una vez caídas en desuso dejan de ser actuales y pasan poco menos que a ser objeto de risa.

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