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                            CUENTO NAVIDEÑO

Érase un conejito blanco, con sus ojos verdes, y un punto negro en su colita y otro en el hocico. Iba dando saltitos en la blanda nieve, dibujando con su sombra imágenes negras sobre la superficie blanquísima. El ramaje del entorno quería seguirle el juego y se ponía en movimiento ayudado por la leve brisa y al son de un sol radiante, armonizando todo un cuadro viviente. El hechizo duró unos gratos instantes hasta que una negra nube, envidiosa de no formar parte de aquel recuadro, se interpuso y tapó y desvió los rayos solares. El conejo dejó de brincar y sus ojos enroje-cieron al compás de un fuerte latir de su corazoncito, su cerebro había detectado una anomalía: estaba solo. Nunca había pasado por semejante trance: ¿Qué era aquello?, ¿dónde estoy?, ¿y mi destino y el de los míos? Y corrió a refugiarse en la madriguera de un tronco de encina. El olor del hábitat le reconfortó de momento, y su instinto fue a buscar los recuerdos de lo vivido: Sus padres y sus hermanos, la protección de los mismos; pero no estaban, todo se esfumó. Se puso a llorar y a gemir, llanto y gemido que se hizo sentir y que captó un niño que por allí pasaba.

-¿Quién sufre?, ¿por qué esos llantos? -preguntaba el niño inclinado sobre la entrada de la cuevecita- sal quien sea que yo quiero ayudarle a que no sufra. El conejito vio unos ojos grandes en una cara rara y enorme, y empezó a retroceder hacia el final del agujero, hasta que no pudo más y la alarma le sonó en su interior al oír unas voces ignotas: ¿Que habrían hecho sus padres en tal circunstancia? El instinto le hizo dar un salto hacia fuera y salir corriendo con todas sus fuerzas, lo que hizo que el niño se asustara y cayera de bruces; el conejo corría, y he aquí que aquel día le marca, ya que oye muy cerca las voces de unos odiosos animales que son sus peores enemigos, pues cuando ellos aparecen la camada se mengua y es la peor desgracia que les puede ocurrir. Ciego  de miedo y no sabiendo qué hacer se encaramó a un árbol. Un perro no tardó en llegar y empezó a ladrarle desde abajo del tronco, y en eso la voz del niño se oía diciendo: ¡Tito, ven aquí, deja al conejito en paz! Y el perrito - era muy pequeño-, saltó a posarse a los pies del niño. ¿Y ahora que hacemos?, reflexionaba el niño, esto está muy alto y no me atrevo subir, mejor es que le dejemos ahí, y que Dios lo proteja, cosa difícil porque se ha levantado la veda de caza y las escopetas se dejan oír a intervalos muy cortos. Diciendo esto se oyó un estampido muy fuerte, trueno que pasó por encima de sus cabezas y el conejito perdió el equilibrio y se vino abajo.

¡Quieto, Tito! ¡No te muevas! Y fue en busca del conejito que estaba en el suelo con las patitas hacia arriba, no había muerto. De momento apareció el cazador preguntando por el conejo que, según él, había muerto de un certero disparo, a lo que el niño contestó que no habían visto conejo alguno, aunque el perro del cazador husmeaba el zurrón del niño y movía la cola con mucha insistencia. El cazador -padre de un chaval como aquél- vio  la  blancura  de la pieza, pero se hizo el

tonto y siguió su camino. El niño y su Tito con el nuevo amigo herido se dirigieron a su casita, que estaba al borde del bosque,    -su padre era el guardabosques- y rápidamente se metieron en ella.           Nuevamente salieron, el niño con el conejito en brazos y el perrito corriendo a sus pies y enfilaron hacia el pueblo. Eran vísperas de Navidad y entre los moradores de la aldea habían montado un Belén viviente; y entre gallinas, pollitos, perritos, ca- bras, ovejas, cerditos, faltaba uno que iba a ser el centro de toda las miradas infantiles, y su protagonista fue el conejito, que  aco-modaron cerca del Niño Jesús y dejó de estar solo para siempre.

 

                                                     Gaspar Llorca Sellés

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