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EL SANTO DE MIGUEL GALLEGO

 

 

Miguel Gallego Zapata.

 

Me siento orgulloso de llamarme Miguel, pues aparte de ser el nombre de mi abuelo, se trata del primero en la Letanía de los Santos: al Arcángel San Miguel “el amor a Dios lo constituyó guardián siempre fiel del Pueblo de Dios”.

Pues bien, dicho esto y aún cuando mi devoción a San Miguel es mucha, lo cierto es que por no ser día de precepto y celebrarse ya en el 29 de septiembre, cuando todo el mundo está cansado de fiestas veraniegas y sin reponerse aún de las dichosas vacaciones, para casi todos pasa desapercibida esta fecha que yo espero siempre con verdadera ilusión. Unos obsequios familiares, siempre corbatas, unos dulces, una comida íntima, unas pocas tarjetas de felicitación (entonces El Corte Inglés no llegaba hasta aquí), y a esperar al año próximo.

Me siento desanimado por esta falta de relevancia del día de mi Santo, aunque la verdad es que yo siempre he sido partidario de que, mejor que el cumpleaños, lo que deberíamos celebrar es el Día del Bautismo sacramental que nos hace hijos de Dios, hasta tal punto que, si vivo aún el 8 de octubre de 2007, me propongo celebrar los 80 años por todo lo alto, incluso quiero renovar las promesas del Bautismo.

Pero, a lo que vamos, hace unos años el día de San Miguel me levanté resuelto a que la celebración de mi santo no pasara desapercibida; me vestí mi mejor traje, en esa época por aquí se sigue en mangas de camisa, me puse mi corbata más vistosa y bien temprano ya estaba en el bar Moderno, frente a la glorieta de San Javier, cerca de mi casa. Tal y como esperaba, al verme el dueño me saludó muy amable y, extrañado de mi indumentaria, me preguntó si iba de viaje, a lo que contesté que no, que era el día de mi santo. Me felicitó muy efusivamente y tal como yo preveía, al primero que llegó le dijo ¿has felicitado a Miguel que es el día de su Santo?, unos a otros se lo fueron transmitiendo, y, como es natural, yo los invitaba, y así fueron pasando los funcionarios y empleados de banca antes de entrar a su trabajo. A media mañana fue languideciendo la afluencia de clientes mañaneros, pero yo ya me había tomado unos cuantos asiáticos y carajillos y estaba más contento que unas pascuas, y entonces se me ocurrió darle una propina a un jovenzuelo muy conocido y famoso por sus travesuras y desparpajo, encargándole que, a cuantos pasaran por la puerta del bar, les dijera que era el Santo de Miguel Gallego. Ellos, ante tal noticia, preguntaban de inmediato, y  ¿dónde está Miguel Gallego? y al saber que estaba en el bar, entraban a felicitarme y yo les invitaba encantado. Y así fue transcurriendo la mañana, pero fue tal el celo del vocero viendo el éxito alcanzado que, en un momento determinado, vio venir a un ciclista que a toda velocidad cruzaba San Javier, se puso en medio de la calle con los brazos abiertos y le obligó a frenar en seco. El ciclista, extrañado, preguntó: ¿qué pasa? y  al  decirle  que  era  el Santo de Miguel Gallego, todo

 

colérico por la interrupción de su viaje, le exigió que le repitiera la noticia, pues no acababa de comprenderlo, y al informarle que le había hecho el alto para avisarle que era el santo de Miguel Gallego, el ciclista, reaccionando con la mayor indignación, le dijo: “pues que le vayan dando a Miguel Gallego”.

Quizás mis lectores se sorprendan de este relato y lo califiquen de pueril, pero lo cierto es que al dar a la luz esta pincelada de humor, sólo pretendo apartar a nuestros lectores, siquiera en estos días tan señalados, de la seriedad de nuestra vida cotidiana, pues considero que el verdadero humor empieza cuando se es capaz de chancearse de uno mismo.

 

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