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           PÁGINAS DE UNA VIDA

 

                                                                                                            Antonio Aura Ivorra

 

 

En visita de cortesía llamé a su puerta. Esperé unos instantes hasta que, con parsimonia, me abrió: -¡Hombre! ¡Pasa, pasa y siéntate! ¡Contigo tenía gana yo de hablar!

Era un hombre agradable, en otros tiempos de amplia sonrisa que las vicisitudes de la vida, la soledad obligada y su limitación física se ocuparon de menguar. Pero agradecía las visitas de amigos y contaba historias nada artificiosas que solían terminar con cierto regusto amargo. A mí me contó…:

-¿Sabes? Cuando yo estuve en Francia, de tornero, trabajé así como con veinte años de adelanto de como se trabajaba aquí, en España, ¿sabes lo que te quiero decir? Me fui a visitar a unos parientes, me gustó aquello, encontré trabajo y me quedé. Pero mira, ¡uf!... conocí a una italiana, morena ella, que ya, ya… estaba pero que muy bien… era de Sicilia… y salimos una temporada juntos. Hablaba con acento cantarín; encantaba, ¿sabes? Un día, ¿sabes?... y eso que todavía no había mucha confianza, -¡huy, la siciliana!- quiso presentarme a su familia… ¡ya me había dado cuenta yo de que nos espiaban, ya…! ¡Caray!, si me descuido me engancha. Yo no tenía ninguna intención de echarme novia formal, ¿sabes? Y no sé por qué me daba a mí que eran mafiosos. Así que ¡humo! No hacía todavía un año desde que llegué, pero todo coincidió: lo de la italiana, lo de la mafia, -sospecha mía nada más, ¿sabes?- y las fiestas de mi pueblo; así que pedí la cuenta en el taller, cobré y me vine pitando para acá, para no perderme el castillo en la plaza y el alardo.

            Le dejé que hablara…

            -Garçon, ¿tu n`es pas content? ¿c´est pour le salaire? Ce n´est pas un problème, decía mi jefe. Sí, sí; quería subirme el sueldo y que me quedara. Cuando todos iban a la vendimia yo era un aprendiz aventajado de tornero; casi oficial, ¿sabes? Y me pagaban muy bien. Pero mira: ¿qué quieres que te diga? mi familia, mi chavala de siempre, mi pueblo… eso tira mucho. Así que me vine a tiempo de vestirme de moro y disfrutar por unos días de la olleta y del herbero, del café licor y de ese olor a pólvora que embriaga, que ya tenía gana yo y allí no hay ¿sabes? Y después, a trabajar.

            -No tuve problemas para encontrar trabajo. Me metí en una empresa pequeña donde pude aprender bien el oficio. Hacía de todo, ¿sabes? Entonces no había escuelas como ahora. Y mi jefe, que me enseñó todos los secretos, me confiaba los trabajos más delicados. Le caía bien ¿sabes? Después, montaron por aquí una gran empresa –capital americano, ¡dólares, dólares!- y me pude colocar. Me hicieron tornear una pieza y me salió bordada. Me seleccionaron y en quince días me incorporé a mi puesto. ¡A la última en maquinaria! ¡Qué tornos…! No. No me puedo quejar.

Palpó sobre la mesa hasta tropezar con el vaso, que sujetó con su mano izquierda; junto a él – tenía la certeza- debía estar la botella de vino. Y allí estaba. Despacio, con sumo cuidado, extendió su mano hasta asirla, la destapó acariciando su cuello y vertió como para dos sorbos en el vaso. Y me dijo: -¿Un vinito?

Acepté. Y encendimos un cigarrillo que impregnó el ambiente del aroma dulzón de tabaco rubio.

-Tuve mis dudas, ¿sabes? –continuó. Porque en la empresa pequeña me trataron muy bien y me sentía un poco en deuda con ellos. Pero, no veía yo allí futuro.

            -Después me casé. Con una hipoteca compré este piso y lo amueblamos; y ahora me sobra, ¡qué cosas! Vivo en él más solo que la una. Solo, solo. Mis hijos se casaron, mi mujer murió…y yo ya ves… ¡qué historia para toda una vida! ¡Solo me faltaban estas malditas cataratas! –exclamó.

            Mi pensamiento se entretuvo en esas, sus malditas cataratas, que parecían obnubilar también su vida carente de compañía, de ilusiones y alegrías que necesitaba recuperar. Y juntamente, sin pretenderlo, apuramos de un trago los vasos de vino.

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