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LOS JUGADORES DE DOMINÓ

 

Jose Miguel Quiles Guijarro

 

 

Decía Unamuno que los jugadores de domi- nó a falta de ideas que cruzarse se entregan, entre sí,  cuadraditos con puntos negros. Yo, sin embargo, les admiro y les respeto; para mí un jugador de dominó es ante todo un ser tremendamente sociable, capaz de pasar cuatro horas de alegre compañerismo, sin criticar a un tercero y comunicándose con frases triviales y felices: “¡suelta el tres, coño, suelta el tres!”, “¡te veía venir… cómo te veía venir!”

 

 

En verano, en la cafetería “El Gamba”, donde jugaban, junto al paseo del mar… yo les miraba con envidia; yo quería ser un jugador de dominó, y como un capricho en mí es siempre muy difícil de dominar, cierta tarde me decidí a convertir mi deseo en realidad y me acerqué a ellos… sonriente, me senté junto a los jugadores, reí sus gracias, dije que sí con la cabeza a cuanto decían, me esforcé en ser uno más de la pandilla. Con el tiempo -pensaba yo- tendría las fichas ante mí… sería un jugador de dominó más. Hasta que la voz del jugador de mi derecha me recondujo a la realidad. Un hombre delgado, de ojos vidriosos:

    -Caballero… me va usted a tirar el “cubata”…

Fue un golpe seco y bajo a  mi quebrantada

 

autoestima. “Perdón”, dije y se me encendieron las mejillas…. El señor había cambiado el tono de su voz para hablarme. Había pronunciado un “caballero…” frio, distante, aséptico, como el “muy sr. mío” de las cartas; como la cajera de Carrefour. Un “caballero” que sentenciaba que yo no era uno de ellos… un “caballero” que me dejaba fuera del circulo de amiguetes. “Ca-ba-lle-ro…”

Esperé un par de minutos, me levanté y desaparecí, humillado. Me dirigí, con el alma  herida, al paseo para que el mar diluyera la nube de dolor… En la vida de un hombre hay momentos cruciales en los que se revelan verdades dolorosas y hasta entonces ignoradas.  Yo ¡Oh Dios!, por lo visto, no soy un ser sociable por naturaleza. Seré honesto, seré noble… pero Dios no ha querido dotarme de algo tan simple como ser un jugador de dominó. Por eso metí torpemente la cabeza, por eso casi tiro el “cubata”, por eso me hablaron de distinta forma. Algo había en mí que me diferenciaba de ellos. Ser sociable es algo así –perdón por el símil- como bailar la samba: existen unas reglas, pero el ritmo se lleva por instinto, sin previsión alguna, sin forzar la actitud, dejando libre al temperamento… Ser sociable no es fácil, ni es difícil. Simplemente, se es o no se es. Otro hombre que tuviera debidamente instalado en su “disco duro” el instinto de sociabilidad hubiera obrado de modo distinto a como lo hice yo.

Y como es propio del ser humano desear aquello que no se tiene, cada verano por las tardes, bajo al paseo y les veo en “El Gamba”, y desde lejos los escucho con la añoranza de lo inalcanzable: “¡Saca el cuatro, coño, saca el cuatro!” y me acuerdo de aquel “caballero…” y miro al mar, todavía con un puntito de rencor.

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