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ENÉSIMA ENCARNACIÓN
     
(Siendo n>1.000, seguramente)                                        

 

Datos previos a lo de hoy es lo que dijimos el mes pasado: que nuestra evolución consiste en una vida de perfeccionamiento que pasa de una forma a otra a medida que se desenvuelve, almacenando en sí misma la experiencia adquirida en dichas formas. Y especificábamos que todas las criaturas vivas transmiten sus peculiaridades a otras formas que proceden de ellas, las cuales son parte de su propia sustancia y se han separado para llevar una existencia independiente. Este modo de obrar de la Naturaleza sólo es aplicable a la construcción del cuerpo físico, en el cual entran los materiales suministrados por los padres. 

Enlacemos esto ahora con lo que dice el teólogo Pierre Masset: “El cuerpo no tiene más ser que el ser del alma, el ser que es el alma (en el sentido de sujeto). El cuerpo es el fenómeno del alma, el rostro bajo el cual el alma aparece cuando se sumerge en el mundo de la materia. […] Es aquello por lo cual el sujeto está en el mundo”. También dice Masset que, al morir, pasaremos de este mundo empírico a un mundo totalmente diferente, pues existe una especie de continuidad entre nuestro cuerpo actual y nuestro cuerpo celeste. Cuando el alma deja de dar forma y vida al cuerpo terrenal, éste ya no tiene nada de humano, es un montón de células en descomposición; sin embargo, todo lo que ha constituido nuestra vida temporal o historia personal, o sea, nuestros pensamientos y sentimientos, trabajos, recuerdos y experiencias, etc., ha pasado a convertirse en el germen o simiente que el alma no puede desaprovechar en su proceso ontológico. 

Dicen los rosacruces que el alma humana está en vías de perfeccionamiento y que aprende las lecciones de la experiencia vida tras vida, cuyo fruto forma la base del carácter con que ella renace en nuevos cuerpos de manifestación y expresión. Se ve compelida a renacer por sus propios deseos, no como castigo ni como premio, sino que elige las condiciones más a propósito para adquirir las experiencias que eliminen de su carácter las siniestras cualidades que entorpecen su evolución. Su vuelta a otra vida terrenal ha de ser lo más parecida a la anterior, porque, aunque no recordemos las experiencias anteriores, permanecen en forma de sentimientos, cualidades, inclinaciones, gustos, repugnancias, simpatías, antipatías, atracciones y repulsiones. 

Si lo he resumido bien, se comprenderá que, mi alma y yo somos la misma cosa; que ni siquiera el fruto de la experiencia más íntima quedará enterrada con el cuerpo en este mundo; y que la evolución de la humanidad no sólo se cumple por el progreso colectivo de las generaciones, como decíamos el mes pasado, sino también por el mejoramiento de cada alma individual en las diferentes encarnaciones o etapas de su evolución.  

A esta expectativa me agarro, no sólo por parecerme la más plausible para dilucidar el problema de la vida futura, sino también porque uno muere y, fuera ya de este mundo empírico, ubicado en un mundo totalmente diferente –Cielo, o Devachán, para utilizar un tecnicismo teosófico–, no es todavía un espíritu puro, y cada alma no tiene más remedio que rectificar los errores pasados, para lo cual, elige las condiciones más convenientes en que va a encarnar otra vez. La nueva vida terrena no es ni más ni menos que un renovado término de la progresiva serie de vidas y, como tal, es un consecuente de sus antecedentes, un efecto forzoso de las causas que voluntariamente estableció con su conducta anterior.

 

                                                                                              Matías Mengual

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