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                   MI AMIGO REGOYOS

 

                                                                                          José M. Quiles Guijarro

 

 

Pepo Regoyos fué uno de esos hombres sin suerte en la vida. Tuvo una existencia mediocre, vivió en la más absoluta estrechez Sentimentalmente, al chico tampoco le fueron muy bien las cosas. Vivió en un cuerpo enfermizo, y finalmente el alma se separó de aquella humanidad desafortunada antes de cumplir los cincuenta años. Fue lo que sin piedad llamamos socialmente un “perdedor”. Botones de una sala de fiestas, empleado en un taller de aluminio y limpia cristales. Recuerdo que en una ocasión en que le acuciaba la necesidad, trató de venderme a buen precio una lámpara de bronce de seis brazos, “pesa más de cuarenta quilos…si solo por el metal…”

No obstante, en lo que yo recuerdo de él, pertenecía a ese tipo de hombres que suelen estar conformes con su destino, y de cara a los demás nunca transmitía tristeza; tenía incluso un asomo de sonrisa en su semblante, una especie de optimismo soterrado en su fracaso. Era un hombre humilde que aceptaba la mediocridad como parte consustancial de su naturaleza. Un hombre cándido que hubiera llorado viendo el “Último cuplé”. Yo le tenía una sincera simpatía. Siempre que estaba ante él pensaba: “si Regoyos fuera un animal seria una ardilla”, porque tenía el hocico pequeño y pronunciado y los dientes delanteros separados. Nunca perdió el aire infantil.

Le ví poco antes de morir, una mañana en la calle Alfonso el Sabio; caminaba penosamente con un andador metálico, la enfermedad ya había hecho garra en su cuerpo de manera irreversible. Lo curioso de aquel encuentro es que después de saludarnos, me dijo:

-          Precisamente quería yo verte, Pepe, dime… ¿tú conoces a un buen carpintero?

-          Pues sí… conozco a uno precisamente…

-          Pero… dime ¿es de confianza?

-          Hombre… mal chaval no es…pero ya sabes como es la gente…

-   Te explico por qué... yo quiero hacerme un botellero en la cocina de mi casa, al fondo, en un hueco que tengo… tú sabes que a mí me gusta el buen vino. No es que sea un borrachín, ni mucho menos, pero cuando bebo un vino, quiero que sea bueno, bueno de verdad, una Riberita del Duero, un Marqués de Cáceres…el caso es que yo quisiera tener en mi casa una bodeguita, con una pequeña selección de vinos,   para si algún día invito un amigo o… yo mismo, como sabes que vivo solo… si un día me apetece hacerme

una punta de calamar o una sepia a la plancha, tener un vinito blanco bueno y apropiado para acompañar. Cada uno tiene su ilusión. No sé si me entiendes…

-     Te entiendo perfectamente, Regoyos.

Casualmente tenía a mano el teléfono del carpintero y se lo dí, hablamos poco más (se hizo un vacío entre ambos que no sabíamos como llenar), al despedirnos me miró con una mirada dulce que a mí se me antojó que venía de muy lejos, como si sus ojos azules y limpios me vieran de otro mundo; me estrechó una manecita tibia y huesuda y arrancó penosamente con el andador, arrastrando los pies, hacia la Rambla. Presentí que no lo volvería a ver nunca y así fue. Murió veinte días después.

Al saber de su muerte, el tema del “botellero” de Regoyos me dejó en el ánimo un sabor a mitad de distancia entre lo anecdótico y lo amargo. Después fui entendiéndolo: la mente humana (¿dónde lo habré leído?) se aferra a las inquietudes de la vida hasta el último momento, se cierra a la idea de la muerte, no se asoma jamás al abismo de la nada y de lo eterno. Acaso sea porque la mente es patrimonio del alma y el alma no entiende de corazones que se paran. Por eso Regoyos que pudo intuir su final por la debilidad de su cuerpo, dejó libre a su mente sencilla, pensando en cosas sencillas, pensando en un botellero, al fondo de su cocina, para guardar vinos de calidad…”por si un día me apetece hacerme una punta de calamar….”

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