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La Inmobiliaria           (1ª parte)

 

                                                                                   Manuel Gisbert Orozco

 

 

En un lugar de la costa de cuyo nombre quisiera acordarme, había una vez un pequeño pueblecito cuya identidad la tomaba de una exigua torre agujereada que igual servía de faro -encendiendo una pira en lo alto de su atalaya en las noches cerradas, oscuras y sin luna, cuando alguna de las barcazas del lugar retrasaba su llegada-, como de refugio de sus pocos habitantes allá por tiempos remotos, cuando los piratas argelinos llegaban en busca de un magro botín. Cierto era que la torre no soportaba una simple acometida y mucho menos un asedio. Se tenía que recurrir a añagazas para despistar a los

corsarios: los jóvenes y las doncellas se ocultaban en sus bajos mientras que en la cumbre los viejos se dejaban ver en actitud amenazante. Los moros, viendo que sus moradores no les servían ni como esclavos, pasaban de ellos y después de recoger lo poco que les habían dejado como cebo, partían raudos del lugar antes que llegasen las milicias que seguían el recorrido de sus barcos por la costa esperando su desembarco.

Como el lector ha supuesto bien, listos sí que eran los habitantes de este pequeño y relativamente tranquilo poblado; pero durante muchos años, que también podían contarse por siglos, tuvieron que malvivir con lo poco que el mar les ofrecía (y que en ocasiones se cobraba exigiendo como tributo la vida de alguno de ellos), aderezado con los paupérrimos productos que una tierra de secano, esperando un trasvase que nunca llegaba, les pudiese dar.

En verano la gente del interior se acercaba los días de fiesta para calmar, en sus tranquilas y cristalinas aguas, el calor que les sofocaba. La jornada servía como aliciente a los lugareños, que por unas horas se libraban de su monótona existencia, y no tenían ningún reparo en brindarles la ocasión de probar el agua fresca del cántaro que reposaba a la sombra. Algunos, los más cómodos, que llegaban con las manos en los bolsillos, solicitaban la mesa y la sombra que ofrecían los parrales de las casas y requerían los frutos del mar que habían pescado sus propietarios la noche anterior y que la solicita dueña de la casa asaba en los restos de las ascuas de la parrilla que había empleado para aderezar sus propios alimentos. La remuneración con la que eran retribuidos se convirtió en una fuente de ingresos que se hizo imprescindible en el transcurso del tiempo.

Los veranos eran esperados con gran ilusión por los lugareños, y cada vez era más numerosa la gente del interior que llegaba. La sombra del parral estaba solicitadísima, se establecieron turnos, se instalaron más mesas o, mejor dicho, “cosas” que parecían mesas, pues la economía no estaba para invertir, y la gente se sentaba en troncos que ejercían el papel de sillas. Mientras, los habitantes de la casa tenían que congregarse en el oscuro comedor que solo era empleado durante los crudos días de invierno.

Muchos domingos, todos los componentes de la familia que nos ocupa tenían que ayudar a la madre para preparar y servir una comida que los asiduos visitantes tragarían sin dilación, y retrasaban su propia comida hasta altas horas de la tarde, cuando consumían los restos que los comensales habían dejado; de este modo las ganancias eran mucho mayores.

El que no perdonaba una era el abuelo, que, jubilado a todos los efectos, abría la puerta trasera de la casa y se tendía en el pasillo en una hamaca de loneta. Hasta en los días más calurosos del verano, la ligera brisa que comenzaba a soplar apenas iniciada la tarde, dejaba su enjuto y casi amojamado cuerpo fresco como una rosa al amanecer.

El abuelo no llegó a enterarse -pues al terminar uno de esos días de intenso trabajo se lo encontraron  helado en su hamaca y no por el cefirillo que se paseaba continuamente por el pasillo-, pero el boom turístico llegó un día, casi sin avisar, al tranquilo pueblecito. Y lo que antes eran pinares y campos de secano en los que de vez en cuando emergía un centenario olivo o algún algarrobo (solo transitados por las cabras que roían los míseros arbustos secos que encontraban y que se exponían a recibir una pedrada de su pastor si osaban encaramarse para alcanzar las tiernas ramas de los árboles, aunque sus frutos no eran recogidos nunca porque en el suelo se confundían con los excrementos de estos animales), ahora se habían convertido en hermosas urbanizaciones con bellas casas y jardines cubiertos de un verde césped regado por una fina lluvia de agua que manaba de unos aspersores y que los antiguos habitantes del lugar no comprendían de donde había llegado. Pero allí estaba, manando sin cesar, y refrescando un ambiente que, aun así, no dejaba de ser sofocante en los calurosos días de principios de agosto.

Otro gallo nos habría cantado de haberla tenido antes, decían los más viejos del lugar, mientras que los más jóvenes, inmersos en los negocios que la nueva situación les ofrecía, trataban de sacarle el máximo provecho. Los que ya habían dado muestras de clarividencia en tiempos de los moros, comenzaron vendiendo tierras, hasta que pronto se dieron cuenta que el negocio estaba en venderlas con algo construido encima de ellas.

Con el dinero que sacaron de la primera venta de tierras, más algo que les dejaron los bancos que no tardaron en instalarse, y las entregas a cuenta que recibieron de los futuros compradores, comenzaron a construir. El dinero manaba en abundancia y se invertía en nuevas construcciones. Cierto es que hubieron épocas buenas y otras no tan buenas, porque lo que se dice malas nunca las hubo; y si las hubo, solo fue para castigar a algún incauto que quiso ir muy aprisa y finalmente se quedó sin nada.

Cuando las vacas eran gordas se vendía más aprisa que se construía, y los clientes se enfadaban porque no se habían cumplido los plazos de entrega; pero las cosas nunca llegaban a mayores, pues si el comprador decidía, por fin, leer el contrato que había firmado meses atrás, comprobaba que si lo rescindía, solo podía reclamar la devolución de las cantidades adelantadas, que no eran pocas y, eso sí, los intereses legales correspondientes de un dos por ciento, lo que hubiese constituido una gran alegría para el promotor que rápidamente hubiese colocado esa vivienda por casi el doble de su precio inicial. De todas formas había que igualar la oferta y la demanda y de vez en cuando “el empresario” lanzaba su frase favorita: “ ¡Pepi!.... Añádele un kilo al precio de cada modelo para ver como se venden” solía decir a su secretaria.

Se vendían igual. Los clientes, que casi todos eran extranjeros, pagaban los treinta y un millones del nuevo precio como antes hubiesen pagado treinta. Incluso pedías esas cantidades, que espantaban a los posibles compradores nacionales, con un poco de vergüenza “por unos adosados de mala muerte”, como solíamos decir. Les mirabas la cara y daba la impresión de que les parecían hasta baratos.

Continuará…

 

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