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       PÁGINAS DE UNA VIDA            (IV)         Antonio Aura Ivorra

En el pueblo

                                                                                                       

 

Las calles del pueblo, silenciosas, solitarias y embarradas, se lavaban bajo la ya ligera llovizna después de una noche de lluvia intensa y tormentosa que las encharcó. Una mujer madura, que rehilando insegura bajo paraguas y con capazo parecía dirigirse hacia su casa, se aproximaba esquivando fangos resbaladizos. Venía de la compra, pues acababa de salir de la carnicería. Tras el ventanillo de la casa de Damián el tornero, sorteando el vaho que sobre el cristal proyectaban nuestras palabras y las gotas acuosas que se escurrían por su exterior, la observábamos. Apenas se oía el suave chapoteo de la lluvia sobre los charcos. Pese a lo avanzado de la mañana, una bombilla protegida por un platillo herrumbroso a modo de farola, en la esquina, frente a la casa, permanecía incandescente pretendiendo iluminar. Más que verla había que intuirla.

La calle no era ni recta ni curva, ni larga ni corta, ni ancha ni estrecha. Era una calle de pueblo como la de cualquiera de ellos, solo que ésta era la Calle Mayor: conducía a la Iglesia y a la Plaza, Mayor también, y concentraba la mayor actividad de la vida local, que la lluvia parecía ralentizar estos días. Aunque apenas alguien transitaba, allí estaban casi todos los comercios, la barbería, un estanco, el centro telefónico, un practicante, la tienda de ultramarinos, una taberna, la carnicería… y vivía gente acomodada, comerciantes, tratantes de ganado, terratenientes…, en amplias casonas de planta baja y alta, y otra tercera, el desván gatero, -la cambra en el pueblo- utilizada para guardar cosechas de almendra, de algarroba, alguna tinaja de aceite recién sacado de la almazara, ristras de cebollas y ajos, también de pimientos, embutidos... vitualla doméstica. Y algún apero.

Con la nariz pegada al cristal del vano, la mente confusa e inmersa en el evocado paisaje descrito -ya inexistente, renovado por la modernidad-, y la mirada perdida contemplando la lluvia, allí permanecíamos ensimismados Damián y yo, aunque él poco podría apreciar. Seguramente oiría el ruido de la lluvia con más intensidad que yo.

Al aproximarse la mujer madura –tan envejecida como actualizado su entorno-, Damián la reconoció: - ¡Hola, señora Luisa!, le dijo ¿No quiere pasar?; se está mojando.

La señora Luisa era una anciana muy conocida en el pueblo. Los surcos que mostraba su rostro eran testimonio de la dureza de su vida. Crió a sus hijos además de cuidar a su marido durante la larga y penosa enfermedad que se lo llevó. Hoy, pese a sus tembleques, tenía buen humor y vivía sin excesivas preocupaciones. Su hacienda en otro tiempo improductiva, era rentable. Así que, superadas las penurias, podía satisfacer todos sus caprichos, que tampoco eran desorbitados. Vivía sin privaciones.

-¡Qué, señora Luisa, ¿cómo está?! - Mire; le presento a Santiago, mi amigo de toda la vida ¿sabe? - –dijo Damián.

-¡Hola, Santiago! Encantada de conocerte –dijo la señora.

-¡Hay, hijo mío, continuó con voz entrecortada: todavía me acuerdo de los padres de Damián cuando regentaban la tienda de ultramarinos. ¡De eso hace ya unos cuantos años! Allí se podía comprar el mejor bacalao inglés de toda la comarca, y las mejores anchoas, y las mejores sardinas, y los mejores encurtidos, y el mejor atún en conserva… la mojama, ¿y la hueva de atún? ¡una delicia!

-Después, Damián se fue a la ciudad a aprender un oficio, y mira, la tienda la traspasaron. Ahora ya han desaparecido todos. Menos mal que Damián viene por aquí de vez en cuando, que si no… la casa se echaría a perder.

-Pues sí, señora Luisa, me gusta el pueblo, dijo Damián sonriente; Y aunque ya apenas puedo hacer nada, vengo con frecuencia. A mis hijos no les gusta, y no vienen; claro, como sus mujeres no son de aquí…

- Mire, señora Luisa, continuó Damián: se me ocurre una idea. ¿Por qué no se queda a comer con nosotros? No tenemos que dar cuentas a nadie y, si se atreve, podría hacernos una olleta de esas para chuparse los dedos, que con lo desapacible que está el tiempo hace día de eso. Tenemos aquí de todo y, además, el tonel de vino está por empezar y ya debe de estar riquísimo. Tengo gana de probarlo… y con la olleta… ¿qué le parece? ¿Vale?

-Vale, vale, respondió la señora Luisa sonriendo. ¿Cómo iba a negarse si conocía a Damián desde que nació?

Y así fue como ese día, sin esperarlo, tuvimos una comida tradicional, de cuchara, extraordinariamente elaborada por manos expertas.

Mira por dónde, con el buen hacer de ella y el apetito y buen humor de los tres convertimos un día gris y lluvioso en alegre y espléndido. Todo es cuestión de proponérselo, pienso yo. Y lo dije en voz alta.

Y el vino, ¡ah, el vino!: de Jalón; color limpio e intenso, cálido… y jugoso, pero austero. Todavía promete.

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