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Gaspar Llorca

    EL SILOGISMO



         El abuelo y la nieta deambulan por el paseo marítimo en dirección al puerto pesquero. La brisa del suave levante y un cielo enmarañado que atenuaba la fuerza del sol hace que sus espíritus se columpien en ese estado casi divino que la naturaleza les brinda. El mar, el cielo y ese silencio al que se asocia el monótono bombeo de motor de las barcas, cuyas imágenes móviles rasgan el azul, completan la privilegiada tarde primaveral.

 

         La niña, nacida hace ocho años, metida en la catequesis, bebiendo las primeras enseñanzas de su religión, iba cambiando, o, mejor dicho, prologando su candor y la sencillez de su tabula rasa. De repente le pregunta al abuelo, al que considera sabio:

 

         Abuelo “¿ Porqué mataron al Señor?”

 

         El viejo se queda sin palabras y la mente en blanco. Tose, se atraganta, y alivia el momento señalando con el índice las gaviotas que revolean detrás de la popa del pesquero, en busca de lo que arroja al mar, atrapado, muchas  veces al vuelo, pescado roto y  pequeño, pisado, lo que no se comercializa en lonja y que las alimenta hasta el nuevo amanecer. Y entre medias frases mal hilvanadas, habla y habla y hasta si los graznidos que lanzan no son de amor ni de amistad sino de lucha por el sustento, por vivir. Exponiéndole lo visual, su mente está en otro sitio. Se autoflagela y arremete contra sus tantos años vividos, en que su amor por Cristo no fuese más despierto, que nunca se preguntase aquello que su nieta con tanta inocencia le consulta. ¿Por qué lo hicieron? Y su problema se agudiza al pensar que tiene que darle una contestación aceptable para aquellos ocho años. No se puede meter en argumentos teólogos, y lo más sencillo sería buscar en la vida de Jesús, su sencillez y sus parábolas, sus discípulos y sus padres, su amor por los semejantes. Y ya avergonzado de sí mismo, buscando una salida de aquel embrollo que le ahoga y le anodina, y queriendo salir del paso, le responde casi irritado: “Al Señor lo mataron porque era bueno.”

 

         La mente infantil quiere entender lo que la vejez le asevera, la sabiduría de aquel abuelo que tantas veces le ha dicho cosas e ideas inconcebibles que luego se han hecho realidad. Y de momento aquellas neuronas incipientes aceptan aquella sentencia.

 

         A la niña le resbalan lágrimas por sus mejillas, esconde su cara y pide, entrecortada, volver a casa de sus padres. Obedece el abuelo, y en el precipitado camino de vuelta la observa y se percata de que va muy tensa y nerviosa; caminan deprisa, y la vista de la inocencia se dirige al cielo y al horizonte, como si quiera escapar del momento. El viejo acoge entre sus brazos aquella criatura que es más que su vida, y con sus ojos vidriosos le interroga.

 

         Ella,  con cara de angustia, le interpela:

 

         -Abuelo ¿a mi hermanito también lo matarán?

 

         -¿Por qué dices eso?

 

         -Porque es muy bueno: lo dicen los papás, y tú, y la abuela, los otros abuelos, los tíos, todos lo quieren mucho, los vecinos le hacen caricias y hablan de su ternura; hasta en el cole las profes le señalan como ejemplo de bondad.

 

         El abuelo se ahoga de pena, y maldiciendo la segunda premisa que él expuso llegan al piso donde ella vive, y, con la desesperación de salir del  embrollo en que se ha metido, la deja con su madre y sale con el pensamiento único de buscar a alguien que le ayude. De momento se dirige a la casa parroquial y antes de llegar se tropieza con un gran amigo, famoso por sus sentencias sencillas y humildes, y le cuenta su problema. Cavilan y creen encontrar una luz, apta para una mentalidad infantil .Y así, el abuelo, vuelve presuroso al encuentro de la nieta.

 

         Ya en casa, coge a la criatura en sus viejos y enjutos brazos, ante el asombro y estupor de sus hijos por aquel insólito comportamiento del abuelo y la nieta, que sigue llorando. La voz del progenitor atrae su atención y atentos oyen la disertación  del abuelo a la nieta:

 

         “Como sabes, a Cristo lo mataron hace dos mil años, y en respuesta a tu pregunta por qué lo mataron te dije que porque era bueno; y es verdad, pero me ha faltado añadir que el mundo en aquellos tiempos era dominado por gente muy mala, y el Señor vino a recriminarles, a señalarles sus falsedades y sus crímenes, su opresión a los pobres. Les habló de que se amasen y quisiesen los unos a los otros, que todos los hombres eran iguales. Con el temor de que aquellas nuevas ideas reinasen en el mundo y verse ellos desposeídos de sus poderes y privilegios, tener que repartir sus bienes con los humildes, y, sobre todo, ante la bondad y sabiduría que salía de sus palabras que tanto les mortificaban, le odiaron, y, ante la Verdad, lo crucificaron…”

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