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Manuel Gisbert

EL EXTRAÑO DESTINO DE LOS LIBROS



         Síndrome es el conjunto de síntomas que caracterizan una enfermedad o una afección. Esa palabra no era común en el vocabulario de los jóvenes de mi época, y la primera vez que le presté atención fue cuando los medios de comunicación hicieron famosa la frase “Síndrome de Estocolmo” al comprobar la empatía surgida entre una rica heredera y sus captores, después de su liberación en la capital nórdica.

 

         Posteriormente aparecieron nuevos síndromes, como el de Diógenes (acumular basura en casa); el de Noé (albergar en el hogar gran número de animales abandonados) y algún otro. Últimamente he añadido uno nuevo a la lista y que yo denomino Síndrome de Castelló, que consiste en acumular libros en casa, y no precisamente procedentes de continuas visitas a la librería a lo largo de una vida.

 

         Hace unas semanas, en un programa de televisión, un padre se quejaba amargamente de que su hijo, con el que convivía, le había llenado la casa de libros. Las imágenes que nos mostraba la televisión eran lo suficientemente elocuentes y hablaban por si solas, ya que ingentes pilas de libros campaban por doquier y dificultaban claramente el desplazamiento del pobre hombre dentro de la vivienda.

 

         El hijo, que no tenía pinta de tarado o yonki y parecía tener la cabeza bien amueblada por la forma como se expresaba, se defendía diciendo que le gustaban los libros, y como no tenía dinero para adquirirlos los conseguía buscando en los contenedores del papel.

 

         Yo, al pasar junto a algún contenedor de papel rebosante, nunca he podido ver libro alguno tirado a su alrededor; lo máximo algún paquete conteniendo periódicos o revistas atrasadas, y en ningún momento podía imaginarme que el libro, que junto al perro es el mejor amigo del hombre, pudiese sufrir el mismo destino que en ocasiones se da al fiel animal: el abandono.

 

         El evidente amor a este instrumento de cultura, impedía al joven que nos ocupa negociar con él, acudir los domingos al “Rastro” y obtener algún que otro beneficio. Pero es que los libros, según donde y en mano de quien, no tienen ningún valor y quizás no valiese la pena.

 

         En Guardamar, todos los domingos hay un mercadillo de objetos usados que suelo frecuentar, y  parece que tiene prohibida la entrada la policía, pues nunca la he visto por allí. Algunos vendedores, supongo que de cachondeo o vaya usted a saber, pregonan alegremente: “vendemos durante el día lo que robamos por la noche”. El top-manta campa a sus anchas y puedes adquirir películas que todavía no se han estrenado en España, aunque después te lleves la sorpresa de que alguna está doblada en mejicano, pero cuando te acostumbras no resulta mas extraño que una película de cow boys doblada al catalán. Se pueden encontrar tortugas moras (incluidas en el Cites) por solo veinte euros, y fósiles de Marruecos de primera calidad, que harían las delicias de cualquier coleccionista. Los libros van tirados de precio. Un día conseguí por cincuenta céntimos un libro agotado, editado por la Diputación de Alicante, y en mejor estado que otro del mismo titulo que un vendedor avispado me había endosado cuatro días antes por veinte euros en la Feria del Libro de ocasión de Alicante.

 

         Los libros todavía pueden resultar más baratos, pues si te esperas a última hora, muchos puestos abandonan parte de su mercancía, sobre todo libros, por no volver a cargar con ellos.

 

         Hay un puesto que siempre visito, pero que tiene el inconveniente de vender por lotes: tres libros por el precio de un euro. Como uno me interesaba tuve que cargar con otros dos. Uno de ellos está inmaculado, podría jurar que no lo ha leído nadie y creo que yo tampoco lo haré. Se trata de “Política cultural de la Generalitat Catalana”, pero al ojearlo posteriormente pude comprobar la existencia de varios sellos de la Biblioteca  Pública  Municipal  de  Elche en varias páginas de su interior. Descarté que fuese sustraído porque en la portada aparece un sello que dice “Baja”.

 

         Este hecho me descubre una nueva faceta de nuestras bibliotecas, no sé si de todas: que los libros no permanecen eternamente en su seno, sino que unas veces por ajados y otras porque no los lee nadie, van a parar al contenedor más cercano. Ahora resulta que posiblemente los templos de la cultura son los proveedores del muchacho de la tele, que los acapara; o del comerciante del mercadillo, que vista su procedencia los malvende.

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