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Antonio Aura Ivorra

MAR  Y  MONTAÑA

          Pleno verano en cualquier localidad de nuestra costa: Pulula. Inevitable ostentación vacacional. Hostales y hoteles repletos, equipajes en recepción, todos llegan, nadie se va. La gente, sudorosa e informal, -en chancletas, camiseta chillona, toalla al hombro y esterilla en mano- camina con desenfado hacia la playa. Allí, observando, puede uno adivinar el orden de llegada: cuerpos lechosos, cuerpos pálidos, cuerpos morenos, tostados, quemados… y algún que otro desollado, inflamado por abusón. Dice la música de Muchachito que se oye desde un local cercano, todavía repleto de jóvenes bamboleando vaso en mano, que “Los lagartos cambian de piel cuando les pega el lorenzo”.

          Mañana tórrida. La arena, tatuada de pasos laberínticos, tapizada de hamacas y cubierta de quitasoles y toldos, abrasa. Aglomeración en la orilla y gentío en el agua. Sobre las tres de la tarde, apremiando en el chiringuito, paella, o ensalada y fritura de pescado, o un filete con patatas, o un par de huevos fritos con pimientos, y cerveza o vino con gaseosa. Después, larga siesta, ducha refrescante, y a callejear para conocer la población. Horchata o limón granizado en la terraza de una heladería jijonenca que sale al paso. Y a pasear. A pasear por el casco antiguo, por el carrer la Mar, por la plaça Major, por el puerto… olor a frituras, restaurantes repletos, es ya la hora de la cena.

          Año tras año se notan cambios en la ciudad: más establecimientos hoteleros, más comercios y salas de fiesta, y hasta una gran superficie, imantada a juzgar por su capacidad de atracción; siguen obras por doquier, glorietas sorpresivas y más tráfico. Ruidos y ajetreo impensables hace unos pocos años, que golpean, arruinándola, la envidiable tranquilidad de la que se disfrutaba. Ya no hay raíces; tan solo tránsitos. -“Ya no es como antes”, se comenta.

          Así las cosas, surgen las añoranzas: La montaña; los silentes paseos mañaneros por la senda, entre la pinada, hollando inopinadamente el territorio por el que campearon antiguos “roders” armados de faca y retaco; el espléndido paisaje con relajante veladura de suave neblina matinal; el agua fresca y cristalina de la Font de l’Arbre, o de Forata, o la del Molí, cercana a aquel hotelito –masía convertida en fonda- alejado de la carretera, de ambiente sosegado, modesta salita de estar, aromas de tomillo, romero y camomila, y vino de pasto, borreta o pericana, olleta de blat o pilotes de dacsa en los almuerzos… Desde su terraza se contemplan las laderas abancaladas plantadas de almendros hasta el breñal, que, leñosos y agotados, con la cosecha en pie, esperan. Al igual que los algarrobos, que también muestran ya su fruto coriáceo. Y allá en el extremo, una monumental carrasca ofrece cobijo bajo su copa.

          Aitana, Ponoig, Xortá, Serrella, Bernia… y el genio de Miró, que mora endémico y perenne en el lugar, invitan a escudriñar este paraíso acompañando a Bernat Capó en su Viaje al solar morisco, y a deleitarse con la hermosura del recorrido que solo unos pocos han sabido disfrutar.

          Es difícil apartar del recuerdo la tranquila e íntima belleza de la montaña. Hasta los lumínicos y enérgicos rayos en días de tormenta otoñal, que en un instante impregnan de resplandor el valle, orientan al viajero: invitan a la reunión, a la tertulia, a la partida de dominó o al sosiego cobijados en la casa, al tronar, rotundos e inquietantes, con rítmica musicalidad; y su ausencia, llegada la calma, al paseo por el contorno, con lluvia fina que acaricia, arco iris que hermosea en el cielo, y olor a pino y a tierra mojada que fascina en el ambiente.

          Pero… tampoco es como antes: los dueños de la hospedería tienen un hijo que deja que suene el móvil sobre la mesa mientras trastea su Play Station. Y la televisión –de plasma y con mando, claro-, la cadena musical –sobrecargada de vatios- y el ordenador dispuesto a navegar conectado a Internet, ya no son intrusos. Como también dejó de serlo aquel teléfono fijo a poco de instalarse, que sigue colgado a la pared con su ya anticuado y agonizante ring ring. Para muchos, modernidades y reliquias imprescindibles. Elementos del mobiliario doméstico.

          ¿Qué sería de nosotros sin anhelos ni recuerdos?

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