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    ANÉCDOTA EN EL HOSPITAL


José Miguel Quiles

 

     Cuando uno ingresa en el hospital lo primero que le pide a Dios es no morirse, tan aferrados tenemos el alma al cuerpo y el cuerpo al mundo. Y si uno no se muere lo que desea es salir cuanto antes de ese edificio, templo de la enfermedad y de la tristeza. En el hospital uno lo pasa mal. La incomodidad de compartir habitación y lavabo con otro enfermo, el ambiente deprimente, las comidas insulsas, el no estar con la familia, el gotero, la inmovilidad, no poder ver “Informe Semanal”.(Y lo peor es el túnel ese donde lo meten a uno como si fuera una cripta) Y aún así, en ocasiones, surge la ironía, el rasgo de humor..  Cierta tarde una enfermera de carita redonda y melenita rubia, desde la puerta de la habitación me preguntó:

 

     - Caballero ¿le traigo la merienda, un zumito…?

 

     Aprovechando la aparente opción que me daba al decir  “zumito”, le contesté:

 

     - Sí pudiera ser una horchatita granizada… -  Y ella contestó:

 

     - Muy bien, caballero… ¿con unos “fartons”, no…?

 

     Al decir lo de los “fartons” me mosqueé,  comprendí el cruel sarcasmo de la rubita, que me dejó en la mesilla un vasito de plástico con dos dedos de zumo de piña y un paquetito de tres galletitas maría, sin mirarme siquiera. Lo mismo que el día anterior, lo mismo que el día siguiente. Siempre el insípido paquetito de galletas maría. (Me daba corte el desprecio de dejarlas y le rogaba a mi mujer que las guardase en el bolso).

 

     A los pocos días el compañero de habitación recibió una visita, visita de puro protocolo, eran unas señoras muy empingorotadas, que olían a “Embrujo de Sevilla”; me parecieron unas gallinas de Guinea por lo vistosas. Hablaban con voz de pito y les faltaban ojos para mirarlo todo con una ávida e impertinente curiosidad. En ese mismo  momento apareció la enfermera, con su melena rubia,  su carita redonda, y su profesional indiferencia. Llevaba en la mano el vademécum con el que seguía el curso de mi enfermedad como complemento a la analítica. Desde la puerta me preguntó:

 

     - Caballero, a ver… dígame ¿Cuantas deposiciones ha hecho usted hoy?

 

      Los ojos de las señoras visitantes se dirigieron de inmediato hacía mí. Tierra trágame. ¿Sería posible aquella situación? Por lo visto  la medicina y el pudor son dos conceptos sin aleación posible. La ciencia va a lo suyo, no entiende de protocolos.

 

     - Dos… - contesté, y el rubor inundó mi cara como un chorrito de café lo haría en una taza de leche.

 

     - ¿Claritas… o más bien blanquinosas…?- matizó la enfermera.

 

     - Así… de color beige, como si dijéramos…- tuve que contestar.

 

     Aquello era digno de un cuadro escénico de Jardiel Poncela. La enfermera indiferente tomando nota, las señoras pendientes de mi “analítica”, y mis nervios crepitando como lo haría la clara de un huevo al entrar en una sartén con aceite hirviendo.

 

     - ¿Y espesitas o una agüita más bien …? – insistió la chica.

 

     - Espesitas no… así como un caldo.

 

     De todo iba tomando la debida nota en el  historial de mi enfermedad. La hematología y la bioquímica en una afección digestiva necesitan, por lo visto,  el complemento de esta información. El hígado es un órgano delicado que necesita sus servidumbres.

 

     - Vale… muy bien – Dijo la enfermera y hechas  sus anotaciones, cerró la puerta con total indiferencia hacia todo y hacia todos y se fue.

 

 

     Yo metí la cabeza bajo la colcha y esperé que se fueran las señoras visitantes. ¡Qué bochorno pasé! Me dieron ganas de rebelarme y preguntar a aquellas señoras tan peripuestas y perfumadas, (esto sí hubiera sido digno de Jardiel):

 

     - Y ustedes, señoras ¿Cómo han hecho hoy sus deposiciones…?

 

     (Perdonad lo obsceno del relato, pero así es como ocurrió.)

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