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Antonio Aura Ivorra

A mis amigos Martín y Maria Rosa por
haberme impulsado a esta lucubración

PAPEL EN BLANCO
(SIGUIENDO A BENEDETTI)


     Probemos con vendaval arroyo tedio vislumbre maderamen injusticia besos de lengua árbol hemorragia memoria cueva patriarcado hambruna… el costal de palabras inconexas que amontona Mario Benedetti en la segunda estrofa de su poema “Papel en blanco”… ¿Qué hacer con ellas y esta hoja de papel en blanco que se me ofrece? Necesito recurrir a las musas, que no encuentro en el Helicón. Pero no están tan lejos. Mis musas son mis sudores; no caen del cielo como las otoñales leónidas o las agosteñas lágrimas de San Lorenzo, que rasgan en su fulgurosa carrera el intenso azul del firmamento. Si así fuera estarían condenadas. Serían luciferinas, ángeles caídos. Mis musas, que viven conmigo casposas, vaguean mientras no les reproche su absentismo. Holgazanas ellas, navegan indecisas en mi ánimo en busca de equilibrio; y en sus esporádicos y destellantes vaivenes parecen elegantes y esplendorosas joyas. Brillan pero son culos de vaso; relumbronas, miriñaques como mucho. Sin embargo ilusionan: con solo mirarlas y sacudirlas, fagocitan las palabras y las transforman en ideas que brotan desbocadas, empujadas por el turbulento vendaval que las arrastra por el arroyo torrentoso de mi mente. Desde mi mesa me opongo a su tedio, evidente en débil vislumbre. Y me esfuerzo: solo entonces me acompañan tumultuosamente. ¡Debo contener su alboroto!

 

     Me imagino ebanista. Sé que la ebanistería, esforzada y paciente, delicada, puede ensamblar todo ese precioso maderamen de caobas y robles, de cedros, hayas, nogales y pinos –palabras y más palabras- que se me entrega. Incurriría en notoria injusticia si no lo intentara. Y así lo hago: lo intento. Me siento ebanista; y aunque en ocasiones las aporree y maltrate, tomo las palabras, una a una, las deletreo insalivándolas, las saboreo en mi boca, y las vocalizo una y otra vez hasta desentrañar su significado. Las relaciono entre ellas y, así, las despierto de su letargo. Les insuflo vida. Cuando lo consigo después de íntimos y prolongados besos de lengua, ya forman parte de mí. Me siento creador. El camino es tortuoso, incierto, siempre por explorar, emocionante, sensual… por él camino hasta componer mi pensamiento: por la grafía llego a la idea. Y de la idea viajo a la grafía. Camino iterativo de ida y vuelta.

 

     Y ¿qué otra cosa queda por hacer? ¿plantar un árbol, tal vez? Sí: un naranjo; me gusta el perfume de azahar y el refrescante sabor de sus jugosos frutos, tan vitamínicos y tan nuestros. Estrujando naranjas entre mis manos entregan su jugo. ¿Han probado a exprimir sanguinas? La hemorragia, eso es lo que se produce al apretujarlas, marchita su pulpa rojiza mientras las manos se impregnan de ese olor agridulce característico que predispone al sorbo y evoca otros tiempos. Y acuden a la memoria correrías de infancia entre naranjos y limoneros de los huertos del pueblo, -tan próximos entonces, tan distantes ahora- para cazar gorriones por la noche con saco y linterna o simplemente para disfrutar, allá en la cueva cercana, del sabor incomparable de alguna naranja recién cogida del árbol con permiso de nadie.

 

     Nuestro patriarcado –dominio vano- se extendía por todo el término municipal sin reservas. Nos permitía la pesca de anguilas en el río, la recolección de setas en la montaña y la búsqueda de caracoles en sus laderas abancaladas. Y de manera formal, ya con el favor de su dueño, algún que otro cardo, boniato y acelga se nos cedía para compartir. Y es que eran otros tiempos… tiempos de carestía, de racionamiento, de hambruna para muchos. Y así…

 

     Continúo hasta llegar al hermoso final del poema:

         “… desde el lacónico papel en blanco

                una palabra

                                 vida

                                         me miraba.”

 

                                                 Mario Benedetti

 

 

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