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Manuel Gisbert Orozco

CRÓNICA DE UN VIAJE


     “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. Esta simple pero a la vez hermosa frase que he reproducido más o menos fielmente, expresa la importancia que el más preciado de nuestros sentidos tiene cuando se visita la última ciudad musulmana conquistada por los Reyes Católicos.

 

     Poco bagaje obtuvimos el día que dedicamos a su visita, limitándonos a contemplar tres edificios religiosos cristianos y obviando toda la cultura árabe. Además de comer más mal que bien, como suele ocurrir en casi todos los viajes cuando abandonamos el hotel en donde sentamos nuestros reales.

 

     El día siguiente todavía fue peor, pues agotamos todas nuestras reservas de “biodramina” realizando un viaje a Lanjarón, en donde no nos dejaron entrar en el balneario, único lugar digno de visitar del pueblo (Si había algún otro nadie nos lo dijo) Continuamos nuestro peregrinar hacia Orgiva. En este pueblo, aparte visitar su iglesia (Hay un centenar mejores solo en la provincia de Alicante), pudimos matar el tiempo, como mal menor, tomando plácidamente el sol en su plaza mayor.

 

     Por la tarde remataron la faena llevándonos a Salobreña. El pueblo visto de lejos es muy bonito; pero cuando llegas el único aliciente es subir al castillo. Los listos coparon los cuatro taxis del pueblo y el resto no tuvimos más remedio que atarnos los machos para escalar hasta la fortaleza. La caminata fue un calvario y las paradas continuas no fueron para rezar las estaciones sino para recuperar el resuello. Finalmente llegamos a la cumbre y la gran afluencia de “Juvicamos” que había en el Alcázar demuestra el excelente estado de forma en que nos encontramos.

 

     El último día visitamos Motril. Era domingo y el comercio estaba cerrado. Mientras el autobús recorría las solitarias calles de la población, pensaba donde podría encontrar un buen banco que me permitiera pasar cómodamente las dos horas que disponíamos antes del regreso a nuestro hotel, y si el tiempo no lo permitía localizar una iglesia en donde, después de oír misa, pudiera “pegar una becaeta” (dormir una siesta) y recuperar el cuerpo de los ajetreos del día anterior.

 

     Gracias a Dios en nuestro camino hacia la salvación nos topamos con una Oficina de Turismo que nos arregló el día brindándonos la posibilidad de emplear las dos horas de hastío que presumiblemente nos quedaban visitando el Museo del azúcar, ya que mi esposa no parecía estar por la labor de secundar mis planes.

 

     La visita al museo fue por lo menos instructiva. Recuerdo que cuando era pequeño y disponía de unos céntimos en mi bolsillo visitaba la “paraeta” del Tio Chimo para adquirir un trozo de “cañamel”, que es como se denomina en valenciano la caña de azúcar. Creía que este producto y los cocos nos llegaban de allende los mares, concretamente de Cuba, y era la única fruta exótica que por aquellos días podíamos disfrutar. Ahora y gracias a este museo he podido averiguar que la “cañamel”, aparte de la zona de Motril, se cultivaba también en la comarca de la Safor, alrededor de Gandía, y apenas a 50 kilómetros en línea recta de Alcoy.

 

     Por otra parte “El Ingenio”, nombre con el que se identifican genéricamente, a  partir del siglo XVI, las grandes y nuevas manufacturas de azúcar en todo el conjunto de locales, maquinaria y herramientas, tomó su nombre en contraposición a las antiguas y modestas “Aduanas del açucar”.

 

     Es decir, que los “ingenios” y la “cañamel” que creía productos exclusivos de Cuba resulta que en realidad son peninsulares y, mientras que en España han desaparecido, en la Perla del Caribe persisten con pleno vigor.

 

     Curiosamente una prestigiosa enciclopedia como es la de Larousse cuando se refiere a los Ingenio cita exclusivamente los situados en Cuba y Santo Domingo, obviando claramente su origen Español.    

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