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Gaspar Llorca Sellés

LOS MENORES DE OCHENTA, ABSTENERSE

(Sucedió)


     Hablo en primera persona ya que quiero relatar un suceso que me acaeció hace muchos años, pero antes vamos al preámbulo y en él me voy a retratar, algo camuflado pero con bastantes indicios para descubrir al criminal: Yo era empleado de la Caja del Sureste de España (corriente nostálgica sacude mi víscera principal), que era un río ya caudaloso que encauzaba la mayor parte de los ahorros y economías que generaban los pueblos, grandes y pequeños, de las provincias de Murcia y Alicante (Sureste) pasando por las dos capitales y desembocando en Alicante (la Central); río convertido en los tiempos en uno de los principales afluente del navegable Caja del Mediterráneo.

     Y me pasa como a todo viejo, que nos gusta sugerir y exponer nuestras pusilánimes experiencias, y, ¿por qué no?,  también algo propio. Y así sigo: en aquellas épocas (parece que sean las de Maricastaña) los pueblos solían ser poco visitados y sus habitantes eran  todos indígenas, salvándose el Notario, el Juez, el Registrador, a veces los Curas, algún director de entidades bancarias (sólo habían tres) y los guardias civiles; y digo esto a cuento de lo que quiero explicarles si es que me aclaro. O sea, que nos conocíamos todos desde sus orígenes, y por mucho que quisiéramos esconder nuestras miserias, pronto pasaban a ser públicas. Y siguiendo el intento de ambientar la época, hago recordar que los empleados, chupatintas, oficinistas, gente de pluma y zapatos,  teníamos cierta categoría, y a pesar de nuestra ignorancia (iba a decir supina, pero me lo guardo) nos sentíamos sénecas y juzgábamos y  aconsejábamos sobre todo, quedándonos tan panchos; aunque la verdad es que  las preguntas no necesitaban mucha álgebra.

     Y ya está bien de dilatar; intentemos coordinar los recuerdos sueltos y hagamos el nudo del relato, que tiempo tendremos en  el desenlace.

     Iba yo de prisa, las doce de la mañana, venía de cobrar una letra, (la Caja cobraba letras, sería cuado éramos Caja de Alicante y Murcia) y un señor, digamos un hombre (señor no pegaba a un pescador de toda la vida por muy progresistas que seamos y más en aquellos días), o sea, uno del pueblo, me para  y me pide que lo atienda una momento. Le sugiero la Oficina y me lo rechaza con acritud y se aleja...

     -Jaume, por favor, espera, soy todo oídos, dime qué te pasa.

     -¿Puedo sacar el dinero que me queda en la libreta?

     -Claro, el dinero es tuyo y de nadie más, y con él puedes hacer lo que quieras.

     -Te cuento con el ruego de que no lo digas a nadie, júramelo, esto es muy serio y si se enteran en casa o lo sabe la gente, me tiro del puente.

     -Te lo prometo y te lo juro por lo más sagrado (he faltado al juramento a unos 25 años), lo que tu me digas nadie lo sabrá.

     -Que me han robado nueve mil pesetas y no puedo decir quién.

     Me quedé sorprendido, atónito, y en menos de décimas o milésimas de segundo, ya tenía  hecha la rueda de culpables: hijos, esposa, cuernos,  mariconería, corrupción de menores, etc. (¡pues no teníamos maldad para echar fuera!).  Le recuerdo mi juramento y que trabajaba como él sabía en un sitio que todo era secreto, y que al mínimo desliz  me jugaba el pan.

     - Me ha robado una gitanita. Mira al suelo escandalizado de sí mismo.

     - Y qué tiene que ver. La denuncias. No veo tu culpa por ninguna parte.

     Me hace callar, pasan dos paisanos, buenos días, ¡hola Jaume!, ¿cómo te va?, y se alejan. Y a él no le gusta la manera del saludo y esa mirada que le han echado; sospecha como perro acosado. Mi curiosidad se reviste de piedad, podemos decir, su culpabilidad aún la recuerdo como agonía en la desesperanza. Y le ruego que descargue, que se alivie...

     -Ha sido en el bar de enfrente, tu sabes que los urinarios quedan al fondo y aquello está oscuro, y cuando estaba soltando ha amanecido ella, y la pena enorme que me acongoja es que me he excitado, diez años hacia que no; soy un sinvergüenza, no tengo perdón, el dinero lo llevaba en el bolsillo de la gabardina y ha desaparecido; al salir ya no lo tenía. Y ahora qué digo en casa del dinero, yo no puedo acusar a la chica, soy tan ladrón, miserable y culpable o más que ella.

     Para de hablar, mira alrededor como acosado, carraspea y con un hilo de voz sigue:

     - Y  es que  el idiota del aparato se ha puesto como nunca,  debí rechazarla y no lo hice, al contrario, disfruté con ello, ya no recordaba lo que era eso, volví a los diecisiete. Sacaré el dinero que tengo ahorrado con mi mujer, ya que puedo hacerlo como me has dicho, y lo llevaré a casa como la paga, aunque me faltan unas dos mil pesetas más o menos; muy mal lo veo, pero me inventaré alguna excusa, que no pasará: que si la bebida, que si los amigos, que no pienso en nadie, que cómo terminaremos el mes. Bueno, no sé por qué te explico esta segunda parte, ya me arreglaré, y si no, lo purgaré todo.

     - ¡Espera!, espera un momento, vayamos a la Caja y no te preocupes, lo de las dos mil lo solucionamos con un préstamo popular sin avalista, yo hablaré con el Director, lo haremos rápido y hoy mismo te llevas el dinero a casa, préstamo que devuelves a cien pesetas mensuales. En cuanto al resto, a tu culpabilidad, a sentirte tan despreciable, permíteme que te aconseje y te dé mi opinión: creo que estás equivocado, no debes reprocharte, todo lo contrario, has tenido una experiencia fabulosa, a tu edad y después de tanto tiempo. Aleluya, aleluya, colorea ese día en tu calendario de recuerdos como día de fiesta, alégrate y expulsa toda responsabilidad;  por un momento has vuelto al mundo de los vivos. Soy bastante más joven que tú, y voy a misa todos los domingos, como me has recordado; no sé si está bien o mal, pero te voy a referir un refrán que un hombre sensato y católico me enseñó,  es en valenciano: “Del pecat del piu, Deu sen riu”.

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