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Demetrio Mallebrera

¡ VALLA CON LAS LUCRECIAS !

     Hemos ido a Madrid a ver a Lucrecia. Con simultaneidad de días se ha dado la coincidencia de que desde Italia hasta Valencia viajaba otra Lucrecia, lo que pasa es que esta última es más famosa porque el año pasado le hicieron una película de esas subvencionadas por el estado, las comunidades autónomas, los canales de televisión (no sé lo qué dirá ahora la ley del cine que ya ha superado en estos días el trámite del Congreso) y con apoyos de instituciones valencianas, para airear por ahí las fechorías y maldades de la familia de los Borgia, o los Borja. Como usted ya habrá adivinado, se trata de Lucrecia Borgia, cuya vida fue un portento de intrigas y manipulaciones, que ya inspiraron al compositor Donizetti una ópera con ese nombre, con textos entresacados de un libro de Víctor Hugo. Pero no se haga usted la ilusión de que la que ha venido lo ha hecho de cuerpo presente, ¡qué va, hombre, ni siquiera de cuerpo entero! Lo que venía era la reliquia de sus cabellos dorados que está expuesta en una custodia de piedras preciosas porque ha sido un objeto de reverencia por parte de reconocidos poetas y escritores. Y ahora formará parte de una exposición que se completará con cartas autógrafas, nueve de ellas de amor. Dicho exvoto, querido amigo, ha viajado en avión, en primera clase y ocupando su asiento cuidado de temperatura e iluminación. Y nosotros hemos ido en tren, en clase turista y con un gatito metido en una especie de jaula que te autorizan a llevar si es debajo de tus pies, para que no moleste a nadie, incluso para no ser visto.

     Las vidas reales de las dos Lucrecias, ambas mujeres valerosas pero por causas totalmente diferentes, con una distancia en el tiempo de unos dos mil años, se han ganado el pase a la posteridad en el entendido parecer de editores y compositores, por medio de ese género tan completo y tan complejo como es la expresión operística, un “lugar” muy apropiado para dejar correr comedias y dramas, sentimientos encontrados, pasiones, luchas interiores, pecados y virtudes. Menos mal que la que hemos ido a ver nosotros, la Lucrecia de Britten (cuyo cartel es “La violación de Lucrecia”), no nos consta que le hayan conservado ningún vestigio siniestro. Fuimos a verla con expectación, sin apenas conocer partitura ni argumento (aunque sí el buen hacer del célebre Benjamín Britten), en su representación programada en el Teatro Real para la sesión que será considerada como auténtica “premier” en España. Y después de conocerla hemos vuelto a casa venerando su recuerdo.

     Estrenada en 1946, esta ópera tiene el mérito de contar con 8 cantantes y una orquesta de sólo 14 músicos. Huyendo de las estridencias y las competencias instrumentales de tanta orquestación que se salía de los fosos, Britten se propuso que los instrumentos y las voces fueran piezas que consideradas individualmente supieran transmitir emociones y describir acciones. La puesta en escena colabora a poner a cada uno en su sitio, puesto que se trata de una obra narrada por dos coros que son un tenor y una soprano que parecen estar colgados sobre el escenario indicándonos lo que va a suceder y haciendo como que empujan a los intérpretes a que lo hagan. Es una pieza musical sin movimientos al uso, sino que se trata de una partitura de escenas dinámicas muy vivas de contenido. Se mezcla un esquema rítmico que recuerda el barroco ya lejano con el estilo contemporáneo (que “flirtea” con el cinematográfico) y nos da música descriptiva y sugeridora a carta cabal, llegando a conseguir la actualización del tiempo narrativo (años de la ocupación etrusca de Roma). Lo que sorprende es que se realce en estos tiempos en que se “cesan las convivencias” una historia de la “casta Lucrecia”, que se suicida a causa de la vergüenza que le va a suponer confesar que ha sido violada. El origen del mal, de la tragedia (violación y suicidio) es la envidia que surge en corrillos donde se da pie a noticias manipuladas.

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