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Antonio Aura Ivorra

      A ti, yaya, allá donde estes (1)

              EL PLATO                   

     Su cara, de rasgos suaves, reflejaba bondad. Era afable. Morena, pelo recogido con moño, ojos vivos, alegres, redondos, negros; de mirada cálida. Y pequeño su cuerpo, como los tarros de esencia. El tiempo y los sufrimientos la arrugaron, pero no alteraron su carácter bondadoso y sus buenas y elegantes maneras. En su memoria almacenaba tiempos de obligado aislamiento en la masía por intensas nevadas, de penuria y tristezas que guardaba para sí, de prudentes silencios, y también de alegrías y momentos felices que no sin recato contaba como cuentos, como si le fueran ajenos, y siempre con moraleja. Así era “la señó” María. Mi abuela María.

     Cualquier objeto de su hogar tenía vida propia. Un plato herido por el fragor de la inmersión de cucharas entre sopas y caldos -grasos o magros, según coyuntura- cuando no por el arañar de tenedores entre arroces o pastas, envejecido por el tiempo, permanecía en la reserva pendiente de licencia absoluta, a pesar de sus años y cicatrices y también de alguna cariñosa recomendación para renovarlo. Tan cariñosa como intencionada. Sin embargo, ella, cogiéndolo entre sus manos pequeñas, regordetas y suaves, mirándolo, como reflexionando, pausadamente contaba:

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     - Ese plato forma parte de la vajilla, ya diezmada, de mi ajuar. Tiene sesenta y tres años y en él comió mi marido… En ese plato serví en la mesa durante toda mi vida hervidos, cocidos, paellas, ensaladas, carnes, pescados… y también migas, farinetas y sopas de ajo en tiempos de penuria. Por muy viejo que lo veáis, más lo soy yo y todavía estoy aquí. ¿Cómo voy a deshacerme de él si es como un libro…, mi libro de historia?, mi diario personal. Por eso permanece en la alacena, discreto y dispuesto para la intimidad de los míos, para cuando lo quieran contemplar o me quieran escuchar. Y si no, para mí sola… (Y sus ojos perlados de emoción contenían con algún esfuerzo desbordamientos lacrimosos. Fue entonces cuando quienes escuchaban pudieron comprender el incalculable valor, todo un tesoro ignorado hasta entonces, de aquel humilde plato).

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     Y seguía…:

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     Aunque pulcro, desentona con los tiempos actuales. Ya lo sé. Son muchos los estregones y golpes que ha soportado, y ya no está a juego con ningún otro. Se quedó sin par. Pero no por eso hay que destruirlo, no. Así que lo mantengo para mí en su sitio de siempre. Con su brillo patinado y hermoso que evoca momentos felices, y sus desconchaduras como heridas ya cicatrizadas. Inevitablemente, muchas o pocas, cada uno de nosotros tenemos las nuestras más o menos profundas, que aunque procuramos pudorosas y recatadas no deben ser vergonzantes. Unas por sabañones, que con el tiempo –una invernada- desaparecen; otras por accidente quizás; y seguramente otras, tanto peor, por maltratos ajenos de mayor consideración; de todas, nadie se libra. Así que las que tengamos, aunque irremediables ya, seguirán repletas de vida mientras permanezcan en el recuerdo. De eso se trata.

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     Como otros de  mi estima ya no están –se rompieron en el camino de la cocina a la mesa, ida y vuelta, qué trajín- quiero conservar el plato que me queda. Para no perder mi pasado, que es mío y de los míos. Es mi historia. Inequívoca porque yo la viví. Y, sin ostentación, alharacas o algarabías, quiero mantener el plato en su anaquel dejando que el pasado sea pasado, para contemplarlo en silencio con la atención reverencial que merece, y a la sosegada disposición de quien le interese. Tal vez mirarlo nos impulse a todos a valorar y a cuidar, precavidos, el ajuar que con tanto esfuerzo hemos logrado renovar. Porque no solo de lo que se nos dice se aprende; de contusiones, magulladuras y pátinas también.

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     Y mientras con su mirada limpia iluminaba, sus labios sonreían afectos.

(1) Es saludable rescatar al niño que todos llevamos dentro. 

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