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Mª Teresa Ibañez

   REFLEXIONES EN UN TREN

     Ha llovido durante toda la madrugada y parte del día. Ha sido una lluvia espesa y tranquila, de esas que no hacen daño y que recibe la tierra y cualquier mortal con agradecimiento. Me gusta esta lluvia suave. Es bonito ver llover y sobre todo necesario, aunque me pone un poco melancólica.

     Este invierno ha llovido poco, y ni siquiera ha hecho frío. Está siendo como una primavera adelantada, cálida y llena de sol, donde los días invitan a pasear cerca del mar o por el campo. Yo he salido poco, ocupada por algunos problemas familiares. Solo un día me decidí a dar un buen paseo y elegí el mismo trayecto que hacíamos mi esposo y yo cuando íbamos a recoger a mis sobrinitas al Liceo francés.

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     Procurábamos adaptar nuestros pasos. Los suyos largos y rápidos, los míos más cortos y reposados. Pasábamos por un camino estrecho, bordeado de tapias blancas y casi cubiertas por buganvillas de todos los colores: naranja, rosa, fucsia, roja oscura y una pálida entre blanca y rosa; ¡me encanta la buganvilla, todo lo adorna y lo viste de color!

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     Han cambiado muchas cosas en poco tiempo. El colegio estaba dividido en dos edificios, han convertido uno en hotel y en el otro de más abajo están haciendo una residencia para mayores, eso me han dicho. Las niñas, que al llegar al camino estrecho se soltaban de nuestras manos y corrían libres y alegres sin peligro de coches, han crecido mucho y las veo menos, porque el colegio está mucho más lejos de casa y ya no puedo ir a recogerlas como antes; y ahora voy casi siempre sola a todas partes.

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     Hace unos días vine en el tranvía desde Villajoyosa sobre las diez de la mañana y comparaba ese viaje con la vida (estas comparaciones nos las hemos hecho todos alguna vez). Había trayectos preciosos en los que se veía el mar tranquilo y plateado que refulgía con la luz del sol y venía a morir dulcemente, hecho puntillas, a los pies del acantilado por donde pasaba el tren. Hubiera querido que se detuviera para contemplar mejor aquel bello paisaje, pero él seguía hasta su destino final. Otros trozos eran más áridos y aburridos. Y el tren seguía su marcha. Pasamos por urbanizaciones muy bonitas, con jardines, piscinas y hermosas casas, esos sitios que piensas que todo el mundo que allí vive es feliz y donde quisieras detenerte, pero el tren no se detenía. Entrábamos de vez en cuando en algún túnel oscuro, negro, de los que estábamos deseando salir, y seguíamos hacia la luz de nuevo, porque no se paraba ni en lo bueno ni en lo malo.

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     Y así es la vida; no se para nunca, ni cuando somos felices ni cuando somos desgraciados. Pero al hacernos mayores nos damos cuenta de lo deprisa que ha pasado, y solo nos queda, como a Karina, un baúl muy grande de recuerdos. Sobre todo cuando nos faltan esos seres que tanto hemos querido y que nos los recuerda cualquier detalle en casa, cualquier paseo, el de las buganvillas, a la orilla del mar o cualquier otro sitio por donde anduvimos cogidos de la mano.

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     A  veces  pienso  que  debería  cambiar  de  casa, de ciudad, ¡qué se yo! Irme a un mundo extraño donde la luna fuera cuadrada, el sol azul y el cielo naranja, donde las flores tuvieran  formas geométricas extrañas y estuvieran vestidas de colores nunca vistos.

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     Bueno, aunque fuera el más raro de los mundos me seguiría acordando de los seres que tanto he querido y echo de menos, porque los tengo en mi corazón. Y mi corazón siempre va conmigo. 

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