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ALTAMIRA Y BAÑULS, EN ROMA


Vicente Ramos


     Amistad perdurable, generada en las aulas de primeras letras del Colegio San José, sito en la calle Bailén, fue la mantenida entre estos dos geniales lucentinos: Rafael Altamira Crevea (1866) y Vicente Bañuls Aracil (1865).

 

     Otros condiscípulos, vale decir, otras amistades permanecen en la historia: Carlos Arniches, Joaquín Dicenta, Francisco Martínez Yagües, Heliodoro Guillén, etc., y,  todos,  aleccionados, formados y educados por un claustro vivo en la memoria de cada uno y palpitante en muchos de sus escritos. Traigamos a Manuel y José Ausó, Cristóbal Pacheco, Emilio Senante, Celestino Chinchilla, Blas de Loma y Corradi...

 

     Finalizado el Bachillerato, Altamira marchó a Valencia donde cursó Derecho bajo la enseñanza de maestros tan eminentes como Eduardo Pérez Pujol y, sobre todo, Eduardo Soler Pérez (Villajoyosa,1845 – Confrides,1907), por cuyo cauce desembocó en la caudalosa y fecunda  Institución Libre de Enseñanza, muy especialmente en la palabra magistral de Francisco Giner de los Ríos, con quien alcanzó el grado de doctor en 1887. Diez años después y en virtud de oposición, obtuvo la cátedra de Historia General del Derecho Español en la Universidad de Oviedo.

Vicente Bañuls y Rafael Altamira 

     Al mismo tiempo, Bañuls, en su “huerto provinciano”, forjaba su gran personalidad  labrando los bustos de Carmelo Calvo, Eleuterio Maisonnave, Manuel Harmsen, José Mariano Milego, Benito Pérez Galdós..., en cuyo reconocimiento, la Diputación se glorió en concederle  una pensión de estudio en Roma, (1897).

 

     En 1903, el catedrático de Oviedo, hallándose –mes de abril- en la capital italiana para tomar parte en un Congreso Internacional de Ciencias Históricas,  descubrió a su amigo Bañuls dirigiendo un taller de marmolistas en la vía Margutta. “Los pedacitos de mármol saltaban como chispas de nieve y cubrían el piso, las sillas, las blusas grises. Las formas iban dibujándose truncadas, inverosímiles, dejando apenas adivinar lo que serían luego.”

 

     Un día le dijo el escultor: “¿Quiere usted venir con nosotros a una carciofalatta? ”,  que el historiador definió más tarde así: ”¡Cosa rica aquellas alcachofas de corazón jugoso, suavísimo, doradas y coruscantes por fuera! Deshacíanse en  la boca como manteca, unas veces; crujían, otras, como nuestros buñuelos valencianos. ¿Qué clase de fritura es aquélla, que a un tiempo mismo ofrece la blandura suave del cocido y la dureza quebradiza de lo tostado?”

 

     Sonaron guitarras y bandurrias acompañando a una canción napolitana. “Bañuls y yo –anota         Altamira- nos miramos. Uno y otro sabíamos de memoria aquella melodía y aquellos versos, cantados cien veces bajo el cielo azul de Alicante, paseando en el muro de la escollera o remando en la dársena, frente a la Explanada, que, de noche, a la luz de los faroles de gas oscilantes bajo las ramas de las palmeras, parece cubierta por un encaje entre verde y rojizo.

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