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Vicente Garnero

      AL POETA     

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     No voy a descubrir tu vida, ya por otros mil veces contada. Vida breve, intensa. Atormentados y desnudos, en los rincones de tu cerebro escondiste siempre a los hijos de la fantasía engalanados con romántica inspiración. Siempre recordado y siempre admirado, tú, que despierto o dormido vivías de instante en instante realidad y ficción, también en un momento supiste acomodar tus pensamientos sobre el papel, porque “…entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que solo puede salvar la palabra”.

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     En el comienzo fue el mar. En los libros, en las aulas del sevillano Colegio de Náutica de San Telmo, con otros huérfanos de padre pertenecientes a buenas familias. Alevines de nautas. Tú, al fin prole de tierra adentro ¿alguna vez llegaste a ver el mar? ¿alguna vez se impregnó tu cuerpo del profundo perfume del agua salada? Seguro que sí, porque a veces nos hablas de “olas gigantes” de “olas que vienen a morir sobre la playa”, del “huracán que empuja las olas en tropel”. Mar grandioso que invade nuestros pensamientos llenándonos de gozo y dejándonos ciegos de tanta hermosura. Tú, uno de los más ricos personajes de la literatura española, diste siempre más de lo que te dieron, huyendo constantemente del presente, buscando con ingenio y sentimiento la riqueza de las palabras para dar forma, sin tiempo, a rimas y leyendas. Cuántas veces, como alma perdida en el laberinto de la existencia, soñé con tus sueños imaginando radiantes amaneceres, “colores y notas”, en la inmensidad del alba, dejando pasar otoños y primaveras. Y tú, allá en el histórico paraje de Veruela, recreabas imágenes y vivencias pasadas, y vislumbrabas desde tu celda “una vida indiferente y dichosa, semejante a la del pájaro que nace para cantar y Dios le procura de comer”. Allí podías imaginar que la ciudad que te vio nacer se enorgullecía de tu nombre “añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera término a mi existencia, me colocaran para dormir el sueño de oro de la inmortalidad a la orilla del Betis”. Y sería tu monumento funerario “una piedra blanca, con una cruz y mi nombre”.

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     Y es allí, cerca del Betis, en la cripta de la antigua capilla de la Universidad de Sevilla, donde junto a las de tu hermano yacen hoy tus cenizas. En ese lugar, completamente solo, rodeado del silencio, recé, hace unos años, una oración por tu alma.

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     Tus juveniles ambiciones te empujaban a Madrid, donde esperabas alcanzar las más altas cotas de la poesía. Hasta allí te he seguido en mi peregrinaje buscando los escenarios en que viviste las estrecheces de aquellos duros años de tu atrevida aventura en persecución de la gloria y el triunfo. Después de Sevilla, Madrid fue tu segunda residencia. Allí transcurrieron los mejores y los peores años de tu corta vida. Allí mendigaste el trabajo sin encontrarlo casi nunca. Allí pasaste hambre, solo y triste, sin el apoyo de los seres queridos.

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     Viajo en pos de tus huellas; testimonios, lugares, conjeturas: Casta Esteban, el error, el matrimonio infeliz. Tus amores y la música, el arpa que tú tañías, “cuánta nota dormida en sus cuerdas”, acompañando la voz de Julia. Y Elisa, hija del violinista hellinero Rodríguez Rubio, del Teatro Real. ¿Por qué nunca nos hablaste de ella? Residía en la capital, en la calle Mayor, y al quedar huérfana, muy joven, la familia decidió llevarla a Hellín, se dice que tal vez para alejarla de ti. Allí se casó y tuvo una hija muy guapa.

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     De Elisa no se conserva más que un dibujo a lápiz porque, según dicen sus nietos, su esposo no permitió que se hiciera nunca una fotografía ni que nadie supiese que había sido “tu novia”. Los nietos no creen que la abuela Elisa llegara en realidad a ser novia tuya. Cuando la viste por primera vez, allá por el año 1868 tú tenías 32 años y estabas ya separado de Casta. Dicen sus nietos que la abuela Elisa les contaba que el poeta pasaba por la puerta de su casa, en Madrid, y le decía cosas muy lindas, pero nada más. Una nieta suya, también Elisa, me dijo que la abuela era una señora muy educada, prudente y hermosa. Murió en 1914, a los 63 años, y está enterrada en el cementerio de Hellín. Yo he visto su tumba.

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     Tú te fuiste sin conocer la vejez. Amaste mucho en corto tiempo, envuelto siempre en nieblas de ensueño y fantasía. Tal vez el amor y el dolor te ayudaron a descubrir el secreto de las palabras. Y había en ellas una luz que iluminó el camino cierto de tu poesía. Creo como tú en el milagro. La luna de tus sueños va trazando lentamente el camino de las noches del estío y tú estas allí, siempre solo, entre el fulgor de las estrellas fugaces, como hojas secas que vuelan derramando tristeza.

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     -“¿Y adónde van?

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     -¿Lo sabe acaso el viento que las empuja?”

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     Nadie lo sabe. Y yo sigo arañando en el pozo de la memoria y no encuentro más que lágrimas.

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