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Antonio Aura Ivorra

   GEORGE ORWELL   


     Lo que presagió George Orwell en su novela 1984 es actualidad desde hace ya algún tiempo. La experiencia, trivializada, se nos ha presentado como espectáculo en un popular programa de televisión: Gran Hermano; pero la cosa no es para distraerse, pues no tiene nada de divertido ni de frívolo.

 

     Obsesionados por la seguridad nos estamos convirtiendo en presos de nuestros temores. En escasos años hemos pasado de puertas confiadas y abiertas a nuestros semejantes, a mirillas, cadenas, cerrojos, puertas blindadas, video cámaras, alarmas, perros… para protegernos unos de otros. U otros de unos, según se mire. Algunos parece que vivan voluntariamente en permanente arresto domiciliario, y otros muchos en libertad vigilada. Unos por acción -les mueve el hambre, el ocio forzoso, también la rebeldía por la indigencia o la miseria que ya padecen- y  otros  por  desatención insolidaria -por opulencia o porque les pilla en medio- viajan camino de la reclusión: en los centros penitenciarios públicos, cada vez de más seguridad, panópticos y superpoblados, o en polígonos residenciales privados, en costosa y distinguida urbanización cerrada en la periferia de la ciudad, con vigilantes uniformados y armados y riguroso control perimetral, tratando de ocultar la abundancia con sorprendente y paradójica ostentación delatadora.

 

     Así que, desde la obsesión por la seguridad y en busca del mejor de los mundos, todo puede quedar bajo el exhaustivo control del de arriba, determinante para que a unos se les prive de libertad por lo que han hecho, y a otros por lo que podrían hacer.

 

     Nos escandalizan las comprobadas actuaciones abusivas de algunos miembros de los cuerpos de seguridad, conocidas por grabaciones que se han mostrado a la opinión pública. Miembros que han sido apartados de inmediato, como debe ser, porque su conducta atenta a la  dignidad  de las  personas. Son excepciones indicadoras de que no siempre quienes deberían ser escrupulosamente respetuosos con la ley, lo son.

 

     El mero hecho de  profesar una religión o creencia, de provenir de determinados países, de ser hombre o mujer, de ser pobre o de tener la piel de otro color, (¿el hábito hace al monje?) no debe predisponer a la inculpación. Sin embargo, propendemos a ella aunque todo el mundo tenga derecho a la presunción de inocencia.

 

     Para salvaguardar la seguridad de todos, nuestra vida empieza a ser controlada hasta el extremo de reducir a la mínima expresión nuestra intimidad. Por donde quiera que vamos queda la huella, el rastro: La Comisión de mercado interior del Parlamento Europeo está estudiando una propuesta de Directiva que permitirá el  acceso, siempre por motivos de seguridad, a los datos personales de cualquier usuario sin su consentimiento; y autorizará  la venta de software con programas espía para “controlar al usuario” e “interceptar sus   comunicaciones” (El País 08.07.2008). Aunque todavía está en debate, pendiente de aprobación por tanto, la noticia permite imaginar que son muchas las posibilidades de restringir desde el poder las libertades. ¿Dónde está el límite?

 

     La hambruna, la indigencia, la miseria, obligan, exigen desesperadamente solidaridad: En la Cumbre de los países ricos en el Japón, el G-8 da la espalda a África. Evita el compromiso de duplicar las ayudas a partir de 2010 y se niega a fijar un plazo para aportar los recursos necesarios para combatir pandemias. Y después son capaces de no empacharse con una cena pantagruélica para celebrar el encuentro, como hicieron sin recato, sin vomitera ni sonrojo. (De 19 platos. Así lo ha publicado la prensa).

 

     ¿Será esto lo que mimbrea a las pateras aunque se invierta en radares  -el ojo que todo lo ve, el Gran Hermano- para detectarlas?

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