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          EL VIAJE           


J.M. Fernández Melero


     Estaba tranquilo en mi casa, en Cartagena, velando las maletas y pensando en la inestabilidad  de los aviones, cuando  sonó el móvil.  Supe que era alguien de la Caja por los primeros números que vi en el “display”; resultó  ser  Pepe  Barberá, quien, después de unas palabras corteses, fue al grano: quería  que le hiciese un comentario del viaje para el Boletín, y al propio tiempo unas fotografías del grupo en la que estuviésemos el mayor número de viajeros.

 

     Por un momento pensé que persona tan sensata como Barberá también tenía planteamientos cuestionables, pero algo estaba claro: no podía negarme. Habíamos sido vecinos en Alicante, hemos trabajado en el Departamento de Informática, nunca me hizo inspección cuando yo era Director de Oficina, le tengo en altísima estima y es, además, una persona buena. Demasiado para convencerle de que estaba haciendo una mala elección, de modo que acepté y pensé que tenía que devolver la moneda, devaluada, a los muchos “Washington” que vinieron por España.

 

     Con ese ánimo hicimos la penitencia anticipada de todo viajero, consistente en cargar con las maletas  maldiciendo las cosas que van de más, soportar la disciplina  precautoria antiterrorista y pensar que todo lo hacen por nuestro bien.

 

     Nos esperaba un Edimburgo que no había olvidado el verano y este tiempo excelente nos acompaño durante todo el viaje, inundando de luz los edificios y resaltando el verdor del paisaje.

 

     Viajar es algo que se puede hacer por muchas razones, la mejor es la del viajero que solo espera la sorpresa, encontrar algo nuevo si es que ya conocía el sitio, y quedarse atónito ante la belleza. Nunca como ahora se puede saber de lugares sin necesidad de haber estado en ellos, e incluso cuando ya no existen. V.g., las “Torres Gemelas”. No obstante, no es lo mismo.

 

     Reconocemos muchas cosas porque creemos que son ciertas, las vemos con infinidad de detalles reproducidas en los libros, televisores, etc. Pero está claro que para conocer necesitamos esa apreciación directa. Por ejemplo, la admiradísima Ava Gadner fue distinta para Luis Miguel Dominguín que para el resto de los mortales que solo vimos sus películas.

 

     El viaje creo que cumplió las expectativas, vimos cuanto se explicaba en el programa y que no voy a relatar, pero en la memoria de todos quedan:

 

     El Castillo de Edimburgo como un inmenso dragón sobre la loma que defiende la ciudad; los tejados de pizarra y la descarada manera de conducir las aguas de lluvia por las fachadas de los edificios, que merecería una reflexión aparte; la sed de luz, que en las catedrales e iglesias les lleva a hacer encajes en los muros para convertirlos en vidrieras; las tierras sobradas de agua, en las que las ganaderías pacen sin especiales cuidados, y los lagos inmensos, especialmente admirables para los que íbamos del semidesértico levante español; las Universidades cargadas de solera, orgullosas de las personalidades que por ellas pasaron… 

 

     Y, como telón de fondo, un guía especialmente preocupado por resaltar el sentimiento anti-inglés  de los nativos, cosa que él no era.

 

     Londres, capital de uno de los imperios más grandes del mundo, tiene de todo y para todos los gustos. La Monarquía admirada y criticada por igual, nunca indiferente. El tráfico de vehículos controlado de la única forma que se puede conseguir, es decir, dejando circular de modo preferente los servicios públicos. El castillo de Windsor, esplendido, con una magnifica pinacoteca que, por si sola, justificaría la visita, etc.

 

     Todo estuvo muy bien; algo se puede mejorar, y es que no se debe ir a Londres y no ver la National  Gallery y el Museo Británico. Es cuestión de un día más o alguna excursión menos. En resumen volvimos muy contentos, el grupo fue magnífico y hasta algunas comidas estuvieron bien.

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