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Mª Teresa Ibañez

UNA TARDE DE SEPTIEMBRE


     Septiembre es uno de los meses que más me gusta. Aún no han cambiado la hora y los días no son demasiado cortos, como no hace frío ni calor, es un mes ideal para salir de viaje, pues apetece estar fuera de casa y cualquier rato es bueno para pasear.

 

     Siempre me ha gustado más salir por la mañana, pero esa tarde tenía algo que hacer en el centro de la ciudad. Sacudí la pereza y me marché.

 

     Como terminé pronto de hacer lo que quería, me fui paseando hacia Maisonnave. Era jueves, las aceras estaban llenas de gente que iban y venían, parecía un hormiguero antes de una tormenta.

 

     Las terrazas de las cafeterías también estaban casi llenas, tomaban refrescos, helados, etc., me dieron ganas de sentarme yo también y tomar algo, pero me imaginé sola, ante una mesita, con un helado y sin poder hablar con nadie y se me quitaron las ganas. Seguí caminando.

 

     Un hombre con barba canosa pedía limosna sentado en un portal, “Soy un hombre pobre. Sean solidarios” decía el cartel que tenía delante. En una de sus manos sostenía un cigarrillo. Lo mismo que hay otros que extienden una mano pidiendo, mientras que con la otra sujetan una botella de vino. Pero eso no quiere decir que no necesiten la ayuda de los demás. Puede que el cigarrillo le haga tanta falta como un bocadillo y quizás el alcohol fue la causa por la que el otro perdió el trabajo, la familia, la dignidad…

 

     Había mucha gente que se cruzaba conmigo o que me adelantaba. Yo caminaba despacio, la mayoría de las veces voy absorta en mis cosas y no me entero de nada, pero esa tarde me fijaba, no sé porqué, en todo lo que pasaba a mi alrededor.

 

     Venía hacia mí un matrimonio joven con un niño en un cochecito, hablaban animadamente, tenían toda la vida por delante y seguro que estaban dispuestos a enfrentarse a todos los problemas. Y ese otro matrimonio ¿de que irían hablando?, ¿de sus achaques?, ¿de los problemas de sus hijos?, ¿o estaban comentando lo orgullosos que se sentían de ese nieto que había terminado brillantemente una difícil carrera?

 

     Y esa mujer tan triste… quizás se hubiera quedado viuda hace poco. No importa que su vestido fuera estampado y llevara un bonito collar. El corazón nada tiene que ver con el atuendo.

 

     Algunos irían pensando en cómo hacer frente a su hipoteca, y dirían como Lola Flores “cómo me las maravillaría yo”. Cuánta gente joven lo pasa mal.

 

     Me adelantaron dos chicas muy jóvenes, una de ellas llevaba una falda que más bien parecía un cinturón, apenas le tapaban las bragas por debajo, y por arriba casi no le llegaba a las caderas, claro que a la gente joven parece que todo les queda bien, aunque hay algunas que por ir a la moda van haciendo el ridículo.

 

     La moda hay que llevarla si a uno le favorece, pero si no, se deja de lado y más si uno es mayor.

 

     Oí una música preciosa, me estaba acercando a ese matrimonio que toca en la calle música clásica. Ella toca el violonchelo y él el violín. Estaban interpretando “Meditación” de la ópera Thaïs, de Massenet. ¡Qué preciosidad!  Es una melodía que me llega al alma. Seguí despacito recreándome en ella. Sentí no llevar nada suelto para demostrar mi agradecimiento por poner en la tarde ese punto de belleza. En la funda del violín abierta en el suelo no había muchas monedas, pero supongo qué cuando están ahí probablemente años es porque pueden vivir de eso.

 

     Venía hacia mí una rubia exuberante, con un enorme escote. Me di cuenta de que el hombre que se cruzaba con ella ni siquiera la miraba. La verdad es que ya nada llama la atención. Nos acostumbramos a todo.

 

     Aunque apenas declinaba la tarde, los escaparates estaban iluminados mostrando sus mercancías, pero dentro de las tiendas casi no había nadie, y también vi poca gente con bolsas de compra.

 

     Unos pensarían en su trabajo que peligraba, o en sus estudios, otros hablarían de la crisis, de política, o de la suegra. Cualquiera sabe.

 

     En  la  esquina,  un  hombre  rústico vendía palo de regaliz. Creía que era una cosa de otros tiempos, como los sabañones. Cuando era niña me gustaba, ahora recuerdo su sabor y no me atrae nada.

 

     Llegué a unos grandes almacenes donde, según decía la publicidad, los precios eran fantásticos. Pero no hay que hacer caso de la publicidad, a mí todo me pareció carísimo. Mi esposo me decía a veces que se me había parado el reloj, porque todo me parecía caro. Esta tarde, al final, me compré un suéter que no estaba rebajado. No por capricho, sino porque ya el año pasado busqué algo así y no lo encontré.

 

     Llegué a casa a las nueve y media. Ya había pasado mi hora de lectura y lo sentí, pues es el rato que más a gusto paso, me olvido de mis cosas y me meto en otras vidas, otros lugares, otros tiempos.

 

     Me cambié de ropa y me fui a la cocina a prepararme la bandejita con la cena.

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