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Gaspar Llorca Sellés

EL SALTAMONTES, EL SALVAHOMBRES
(por Gaspar Llorca Sellés)

      Al pie de la muralla, entre escombros, rebusco en la basura; al inclinarme por una col putrefacta, de ella me viene como pedrada salida de onda algo que me da entre ojo y ojo y me tira de espaldas; mi famélico cuerpo se desploma sobre la maloliente tierra y ruedo por un tupido manto de hierbajos espinosos que con sus afiladas hojas me hacen olvidar  mi hambruna. Insulto al Creador, le recrimino sus errores en los horrores de mi existencia, mis blasfemias y mi altivez me conforman y hasta noto placer y orgullo de estar al otro lado de la bondad y del bien. Esta vomitona limpia el espíritu y también mi estómago, aunque de él poco sale por su obligada inactividad, pero sí afecta su desmedida ansia de actuar. Miro la muralla, alta, la torre, altísima, las piedras duras e insensibles, y mi odio llega mucho más alto, mucho más porque no tiene fin. Dando tumbos y renegando de todo ser existente me alejo del sitio, no demasiado de prisa, un pierna, la derecha o la izquierda ¡qué más da!, no nació con mucha bendición que digamos, y la otra ha tenido que soportar toda su vida la desgracia de su hermana, por eso entre nosotros la denominamos “sor” por su sumisión.

     Mi instinto animal busca refugio y alimento en el bosque,  Olimpo de los irracionales, y en su fría sombría, los gusanos intestinales empiezan su concierto; intento silenciarlos y con mis manos aprieto donde más se concentran. Todo inútil, sus ruidos son acompañados con movimientos, hasta con saltos. El Sobresalto, hijo o pariente de mi amigo y  compañero el “Susto”, ya viejo y  complaciente, llama a mis sentidos, que con rapidez se agudizan y prestan toda su atención. Reacciona mi mente: ¿me abandona el hambre? ¿escapa aburrida? ¡Adiós! compañera de la vida, te deseo prolongados descansos en tu nuevo destino. Sin ella ¿viviré yo más libre?; con más libertad y sin necesidades ¿cómo será la nueva existencia? O será la muerte, el desaparecer, entonces no seré yo, no existiré, y con todas estas largas  reflexiones noto que ella, la gazuza, está subiendo por mi mano, siento su contacto físico y con un reflejo saco la mano y ¡cuánta fantasía y cuánto miedo!

 

     Todo es invención, lo que corre por mi mano es el dardo que impactó en mi frente, aquel que me cogió desprevenido y el instinto de conservación me hizo resbalar y caer. Sí, es un magnifico saltamontes que hace que mis ojos pierdan oblicuidad y redondos como soles se maravillen y abran la carcomida puerta del apetito. Con delicadeza lo cojo con una mano y con la otra le corto las patas traseras, que con avidez chupo cuidadoso de que sus sierras no me raspen. Después empiezo a saborear el magnifico ejemplar, lento, muy lento, manteniendo a raya la voracidad, primero su cabecita dura y sabrosa, sus antenas aliñan el bocado, paso a su cuerpo y sus numerosas alas duras y fragantes, sus otras dos patas delanteras, su abdomen ¡qué gran festín! Banquete que  acompaño  con unas raíces que desentierro. Todo bañado con clara agua del río. Y mi deleite no tiene fin, acabo de ver otro saltamontes, y allí hay otro, y muchos más, las hojas, las hierbas, los troncos de los árboles, están todos llenos, por fin veo el ocaso del hambre que vino conmigo al mundo y que muy pocas veces tuve ocasión de satisfacer.

 

     Me despierto, debo de haber dormido una eternidad, me pasé, olvidé la templanza en que fui criado pero ¡Oh Dios! Qué cosas, ya digo, Dios, por una noche de placer y gula, ya me paso de bando, en el que desaparecen envidias y maldades. Y vanaglorio mi Hambre porque me ha llevado al placer de matarla por un momento. Me desayuno con frutas y un puñado de frescos saltamontes y, admirado por la cantidad de ellos que contemplo, me dirijo a la ciudad. De lejos oigo campanas tocando arrebato, el puente levadizo sin guardias, un gran trasiego de entradas y salidas, la muchedumbre ya no me mira, pasan rozándome, nerviosos, hay muchos arrodillados mirando al cielo adonde dirigen sus plegarias; hay un gran sufrimiento (¿será del que me he desprendido?) que cubre aquel inhumano pueblo; mi dicha se está engrandeciendo a pasos agigantados, soy el único feliz y sin problemas en mi isla.

 

     ¡La langosta! ¡La langosta! , gritan y comentan, lloran y se horrorizan grandes y pequeños, padres e hijos, las mujeres se rasgan los vestidos, los soldados lanzan sus flechas al cielo, queman los bosques en lucha contra el invasor. ¡La hambruna que viene! es el grito mas limpio y frecuente. Corren bajo la sombra que proyectan los millones de saltamontes volando en busca de todo lo verde, corren hacia el puerto donde se encuentran las naves desarboladas, con sus velas roídas por los invasores, y sus cubiertas llenas de los mismos chupando la sangre que han derramado mis paisanos en sus luchas fraticidas, en sus enfrentamientos por salvarse y escapar de aquella plaga que les han mandado o se la han ganado. Yo no he sido, es imposible que mis maldiciones llegasen tan alto. Pienso sea castigo para que se recapacite y no volvamos a esta vida tan desigual y deshumanizada.

 

     Corro jubiloso al encuentro de mis amigos de siempre, los malvados, los ruines,  que ríen, y nos reunimos y lo celebramos, y por primera vez alabamos al Creador. Nos divierten los  principales que con sus lujosos vestidos corren desesperados sin dirección. ¡Pronto la conoceréis; es bella cuando la satisfacéis; mientras, es ingrata, mala y corroe y no te deja noche y día!

 

     ¿Lo intentamos? De la asamblea de los miserables sale un: ¡Sea! Y sin más, el pobre ilustrado, hoy noble, ya tiene el cartel para colocar en la iglesia: “La Salvación está en Todos Iguales”. A los que se acercaron, que fueron unánimes, se les hizo jurar ante Dios y firmar con sangre de sus venas un gran pergamino donde bajo cada huella figuraba su nombre.

 

     ¿Cuánto estuvo en vigor aquel manifiesto? ¿Se cumplió? No lo sé, hace tiempo que salí de allí reconfortado física y moralmente, dejé un pueblo hermano y sin pobres, con todas las necesidades compartidas al igual que las dichas.

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