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EVANESCENCIA
(por Antonio Aura Ivorra)


Allá en la playa, cercano a la orilla, un hombre maduro de tez morena y barba cerrada permanecía observando en silencio, sentado en silla plegable y protegido del sol con sombrero calañés y camisa blanca. Ante él, el bullicio estival:

   

Una mujer, joven, tumbada en la arena, cubría su rostro con una revista de moda entreabierta. Al resto del cuerpo expuesto al sol, salvo el pubis, que protegía con una tela mínima, le daba lustre untándolo con un mejunje aceitoso. Tal vez por eso, y sin duda por la turgencia de sus senos y la suavidad y armonía de su silueta, conseguía atraer la mirada de los caminantes de la orilla. La complacencia que experimentaba por tanta expectación era evidente: de cuando en cuando enderezaba su torso, rebuscaba en su capazo playero y sacaba el bronceador con el que se rociaba ostentosamente, como hisopándose con agua bendita. A continuación jugaba con sus gafas de sol,  poniéndoselas, quitándoselas, cuidando no embadurnarlas con la mascarilla pastosa que recubría su rostro. Entre tanto, a su alrededor, un grupo de jóvenes de pie y en corro parloteaba.

   

Próxima la hora del almuerzo, la joven se incorpora, recoge sus cosas con parsimonia y se va atravesando el arenal, que abrasa, con las zapatillas puestas. Los mozos la siguen con su mirada hasta la pasarela, al igual que nuestro hombre maduro y moreno, que sonríe bajo el sombrero con evocadora admiración.

   

Una familia entera, abuela, padre, madre, dos hijos y un nieto, encuentra el sitio adecuado: montan la mesa bajo un parasol. De una caja de aluminio sacan vajilla y cubertería; de una nevera, botellas de cerveza y agua; y de ese capazo abultado y mágico que la madre lleva colgado al hombro, fiambreras con fritanga, tortillas y encurtidos, el pan… ni de la chistera de un mago se obtendría tanto provecho. Unos taburetes ligeros que ensambla el marido completan el comedor de verano en tiempos de crisis. En el paseo, a escasos metros de la playa, un restaurante con solo dos mesas ocupadas anuncia en su pizarrón en la puerta el menú del día, bebida incluida, a diez euros.

   

Un negro larguirucho vestido de pies a cabeza deambula por el entorno mochila a la espalda, cargado con pareos, biquinis y ropa ligera en su brazo derecho, mientras sostiene en el izquierdo un surtido de relojes. Todo un bazar ambulante que suple las luces de neón por un parasol minúsculo y multicolor, un arco iris, que protege su cabeza sujeto a un casquete: - ¡barato, barato…! , vocea sin mucha convicción ante el escaso interés de la gente.

         

Año tras año se repiten las escenas, de las que forma parte nuestro hombre de camisa blanca y sombrero calañés, maduro y moreno, que aunque las registre desde su lugar de privilegio también se esfuma. Escenas expuestas al sol, que se desvanecen intrascendentes temporada a temporada. Lo mismo ocurre al contarlo. Evanescencias.

        

Nos queda la reflexión: Dijo Julio Cortázar que “hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad.” Como las escenas descritas, que se difuminan como humo. Algo parecido debe ocurrir con las personas cuando les son negados sus derechos como tales, sometidas violentamente al déspota del momento. Con el tiempo, tratan de salvaguardar su dignidad con  la huída o la muerte porque no hay, al parecer, otras salidas: ¿Qué mensaje puede leerse en el semblante descompuesto y la mirada atemorizada, vidriosa, del que acaba de llegar hacinado en una patera?

        

Solo se necesita observar: Hasta las plantas agradecen los cuidados; arraigan, crecen, florecen y dan fruto a poco que les dediquemos momentos de atención. Brota la vida. ¡Qué no ocurrirá en un ser humano cuando se le valore y respete por lo que es!

     

Esto es lo trascendente.

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