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Manuel Gisbert Orozco

 

LA RUTA DE LAS CUEVAS 

(por Manuel Gisbert Orozco)


Por una vez que la expedición salía a media mañana desde Alicante y no tocaba madrugar, decido hacer este viaje con mis propios medios. El coste adicional de carburante es mínimo y la comodidad máxima. Es un placentero recorrido, desde Alcoy, la mayor parte en autovía y el resto por una carretera poco transitada y con grandes rectas.

   

Una gran columna de humo que hubiese hecho las delicias de un jefe Sioux en pleno desierto, nos indicó que nos acercábamos a nuestro destino. Se trataba del vapor de agua que desprenden las dos toberas de la central nuclear de Cofrentes y que apenas alcanzan unas pocas decenas de metros de altura, pues el vapor al enfriarse desaparece humidificando el ambiente.

  

El único problema fue la falta de señalización, solo visible si llegas desde Valencia, para llegar al Balneario y allí preguntar de nuevo para alcanzar nuestro destino.

2º grupo del viaje al Valle de Ayora

  

El hotel es magnífico si no fuese por el camino de cabras que hay que recorrer para llegar a él; está recientemente restaurado aprovechando las antiguas viviendas de los trabajadores del “Salto de Basta”, por lo que se denominaba “El Poblado de Basta”. La antigua capilla es la recepción y los cuatro bloques que rodean un frondoso parterre, que albergaban dieciséis viviendas, se han trasformado en cuarenta y cuatro habitaciones. Se nota que se está trabajando en otros bloques situados en segunda línea para una posible ampliación.

  

Nos instalamos en nuestra habitación y cuando salimos el autobús con el resto de la expedición terminaba de llegar.

  

Pasaba media de la hora sexta cuando marchamos todos juntos al refectorio. A falta de oraciones disfrutamos, es un decir, de una frugal comida, aviso de la que se nos esperaba, más propia de la obligada dieta de Don Quijote que la del menú de un hotel de tres estrellas que se precie.

   

Por la tarde lo que se preveía como una plácida visita a los pueblos de Ayora y Jarafuel, se convirtió en una orgía de compras desenfrenadas como si estuviésemos en la puerta de unos grandes almacenes el primer día de las rebajas. En Ayora fueron productos derivados de la miel y en Jarafuel de la madera, en donde nos mostraron la facilidad con que se pela un palo y se le da forma a un cayado.

   

El segundo día salimos hacia Requena. Un día ventoso nos esperaba y fue un alivio que nos tocase visitar las cuevas (primera) subterráneas que desde la Edad Media  se esconden en el subsuelo del casco viejo de la ciudad. Después, visita a la Hoya de Cadenas, el complejo vinícola más importante del antiguo Reino de Valencia. La degustación de cuatro caldos, y no eran de Gallina Blanca, con el estómago vacío, hizo que el ánimo subiese hasta límites insospechados. Un recorrido por las cuevas (segunda) de la bodega completó el itinerario.

   

Una comida, como mandan los cánones, en Utiel, terminó por amodorrarnos y si no nos despierta la guía antes de llegar a Cofrentes todavía estaríamos durmiendo. Una vez allí nos espabilamos subiendo la empinada cuesta que lleva al castillo, que solo es un aperitivo para afrontar los tropecientos escalones que hay que subir hasta alcanzar la cima de la torre de homenajes, desde donde se aprecian unas vistas extraordinarias. Aunque para entonces éramos simples marionetas de un viento que nos manejaba a su antojo y que ahora no soplaba sino que ululaba.

   

El tercer día hicimos un recorrido por los cañones del Júcar. La ida fue placentera e incluso pudimos disfrutar de un aperitivo. El queso, salchiuchón y chorizo desaparecieron inmediatamente (tal vez por el hambre atrasada que traíamos) y solo sobró el perro (no se confundan que es solo un embutido parecido a nuestra potrota), que nos lo guardaron para la cena y entonces sí se terminó. Imagínense como estaba el patio. A la vuelta Eolo desató su furia y menos mal que el barco es como un huevo y nosotros estábamos dentro, porque en caso contrario hubiésemos salido todos remojados.

  

Comimos en Alcalá del Júcar. Larga caminata si hubiésemos ido a pie, gran  galopada si hubiésemos ido a caballo pero como fuimos en autobús no sé cómo se llama. Me preguntaba durante el trayecto si valía la pena y puedo asegurarles que sí. Una comida más que decente y extraordinaria si la comparamos con otras. Un pueblo encantador, lleno de sorpresas, enclavado en una ladera y flanqueado por el castillo, arriba, y la iglesia, abajo. Recorrimos las cuevas (tercera) del Diablo, que no es quien se imaginan sino un personaje popular del pueblo y dueño de casi todo; entramos por un bar y salimos por otro situado cuatro calles más abajo. En el interín, excepto sexo y drogas, hubo de todo.

  

El cuarto día más cuevas (cuarta). Éstas con el agravante de tener que subir y bajar no te digo de escalones, que agotaron mis reservas de azúcar. Tuve que prescindir de la pastillita del medio día para evitar tener una bajada. Se llaman de D. Juan y están donde Cristóbal Colón perdió el rumbo. ¡Hasta vampiros habían dentro!

   

Durante cuatro días he disfrutado de una compañía extraordinaria; un autobús, un chófer y una guía excelente, un hotel (instalaciones y servicio) muy buenos y una comida, excepto el desayuno, deplorable.

  

Un ejemplo: la carne no la vimos ni por asomo. De la más barata, que es el pollo, excepcionalmente y sin que supusiese un precedente, en cuatro días solo en una comida nos ofrecieron “alitas de pollo”. Todavía me pregunto para que querían tantas pechugas y muslos. ¿Acaso los tiran?

  

Terminada la comida puse rumbo a mi coche, “vaig espolsar” (1) los zapatos como San Vicente hizo en su día con “les espardenyes” (2) cuando abandonó este bendito reino y puse ruedas en polvorosa.

  

(1) sacudir, desempolvar.-    (2) las alpargatas.

Fotos de Antonio López

 

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