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Manuel Gisbert Orozco

 

EL YANKEE QUE NOS TOMÓ EL PELO

(por Manuel Gisbert Orozco)


Nadie, a estas alturas, ignora el primor con que los norteamericanos suelen preparar sus intervenciones bélicas. Lo hicieron en la Segunda Guerra Mundial con lo de Pearl Harbour; y bien que lo pagó el Sadam cuando el Bush se empeñó en descubrir los inexistentes depósitos de armas de destrucción masiva. Estos hechos, los mas recientes y representativos, no son más que un grano de arena en la inmensa playa de la historia norteamericana.

 

A finales del siglo XIX los españoles estábamos empecinados en defender las últimas colonias ultramarinas que nos quedaban y que probablemente hubiésemos conseguido, por lo menos de momento, sin la intervención de los yankees.

 

Antes de la explosión del “Maine”, que solo fue el detonante, la prensa estadounidense, encabezada por el ínclito Mr. W.R. Hearst, se encargó de caldear los ánimos. Los periodistas americanos, ignorantes del idioma español, apenas se adentraron en la Manigua y escribían sus crónicas desde la Habana e incluso desde Tampa, en Florida, donde solo podían recabar información de los disidentes cubanos, conocedores del idioma inglés por sus continuos exilios a los EE.UU.

 

Inicialmente el general español O´Donnell autorizó a los corresponsales americanos para acompañar a sus tropas, aunque estos lo que finalmente escribían no se correspondía con la realidad, por lo que cuando el general Martínez Campos tomó el mando ya no lo permitió.

 

Es entonces cuando entre tantos mirlos negros aparece uno blanco. Se trata de George Bronson Rea, corresponsal del “New York Herald” que, para colmo, se pasó su estancia en Cuba en primera línea y al lado de los insurrectos. A pesar de ello escribió, en 1897, un libro titulado “la verdad de la guerra”, que es una oda a los despropósitos del gobierno americano y a denunciar las mentiras que continuamente vomitaba la prensa yankee. A modo de resumen reproduzco la “Dedicatoria” que aparece en el libro y que es suficientemente elocuente.

 

“A la prensa americana y a los Diputados del Congreso, engañados sistemática y voluntariamente por ciudadanos espúreos y poco escrupulosos, ayudados por incompetentes y parciales corresponsales, dedico este libro. Según se verá en las siguientes páginas, estoy en condiciones de abordar el asunto, pues he conquistado la verdad exponiendo mi vida; y mi único objeto, al patentizar la falsedad de innumerables patrañas propaladas, es, además de jugar limpio, llamar la atención sobre lo ridículo que ante el mundo civilizado resulta la campaña emprendida por nuestra prensa y nuestro más alto Cuerpo Legislativo. Brooklyn, Octubre 15 – 1897.”

 

Curiosamente, los americanos, tan patriotas ellos, aficionados a la caza de brujas durante su época colonial y de comunistas durante la guerra fría, no represaliaron a su díscolo compatriota, lo que en teoría debió abrir los ojos y las orejas a más de uno de nuestros insignes antecesores. No fue así, y el librito cayó en manos de un anónimo “traductor” que se apresuró a ejercer su oficio y editarlo en español apenas un año después, en Madrid, ignoramos con qué fondos.

 

Ni qué decir tiene que el libro causó sensación en España, y si al George Bronson Rea ese, no le levantaron un monumento al lado del de Cascorro fue únicamente por falta de presupuesto.

 

Rea no es el espía que surgió del frío inventado por “Le Carré”; pero helados debió de dejar a nuestros compatriotas de la época, si alguna vez llegaron a enterarse, que el yankee no era más que un espía americano y su libro solo una argucia para ganarse la confianza de los cándidos españoles.

 

Hoy, gracias a Internet, podemos certificar que el bueno de George efectivamente fue un espía. Después de sus andanzas por Cuba, se presentó en Puerto Rico. Entró sigilosamente en San Juan de donde tomó instantáneas de las fortificaciones y de una panorámica de la ciudad. Publicadas las fotos en su nuevo periódico “The World” sirvieron como plano para el posterior bombardeo de la ciudad unos días después, el doce de mayo.

 

Bronson murió en el sureste asiático, en la cama seguramente, mientras se entretenía espiando a los japoneses en sus ratos libres, allá por 1936. Cinco años antes de lo de Pearl Harbour. A esto le llamo yo ser previsores.

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