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UN DÍA DE VERANO EN CASA DE LA ABUELA MARÍA
                                                   A mis hermanas Teresa y Ester
     (por Vicente Garnero)     


     Yo he tenido el privilegio de contemplar la luna desde La Ermita en las noches de verano, y sentir sobre mi cuerpo las caricias del sol en los fríos del invierno mientras jugueteaba por el barrio. Ahora, al cabo del tiempo, he vuelto una vez más al terruño, y quiero contaros, con alegría y nostalgia al mismo tiempo, las vivencias de un día de mi infancia en La Ermita, un día cualquiera del estío, hace ya muchos años.

     Hoy tenemos en La Ermita caminos asfaltados, amplias avenidas y veloces autopistas. Es la modernidad. Pero el encanto de este pequeño y entrañable barrio no es reciente. Su atractivo persiste desde siempre a pesar del paso del tiempo; es algo que se cuece dentro de nosotros mismos, los ermitaños de corazón, los que nunca hemos dejado de amar esta tierra que ha querido y ha sabido mantener su esencia a través de los años al margen de los avances indicados, como el niño del cuento que no quería crecer. Y así se ha conservado el sencillo y humilde legado que nos dejaron nuestros mayores, como los buenos frutos de su huerta: manzanas, granadas, membrillos, higos… golosinas únicas, sabrosas y dulces. Era un gozo ver y sentir como crecían las plantas en la huerta ermitaña; cómo se cultivaban sus hortalizas; cómo se deslizaba el agua limpia y pura por las acequias de su entorno; cómo “filaven” el esparto hombres y niños desde horas tempranas hasta el atardecer; como se elaboraba aquí, en La Ermita, el suculento y famoso chocolate vilero…

     Tras la tranquila y confortante siesta diaria, la abuela María, como de costumbre, nos esperaba impaciente con su cántaro para traer el agua, bien fresca, de L’Alcavó. En verano a estas horas, con un sol de justicia, caminábamos casi a diario con paso ligero hasta el manantial. Mientras se llenaba el recipiente, se escuchaba el rumor del agua deslizándose suavemente sobre las piedras del lecho del río, y los pequeños jugábamos en la orilla arrancando cañas y flores silvestres, y atrapando alguna que otra rana, que aparecían con sus saltos característicos. Una vez lleno el cántaro, la abuela solía descansar un rato antes de iniciar el regreso a nuestro hogar, a la sombra de las rojas y blancas adelfas que cubrían los márgenes del río Amadorio.

El lago     Durante el trayecto de vuelta era habitual cruzarnos con vecinos y conocidos con quienes siempre intercambiábamos cordiales y cumplidos saludos. El agua fresca siempre se recibía con satisfacción en casa de la abuela, pues aunque allí había un aljibe, su agua sólo servía para usos domésticos.

     Recuerdo que al llegar a casa, muy cansada, la abuela se quitaba las alpargatas parsimoniosamente, y con sus pequeños y doloridos pies desnudos recorría el pavimento de yeso de nuestra pequeña y modesta cambra. Con agua del aljibe, recién extraída, refrescaba sus pies antes de ponerse de nuevo el calzado. Aquel día, dos pequeñas ranas que yo había pillado en el río, saltaron y se refrescaron también en el agua de la jofaina.

     A media tarde, la abuela preparaba la merienda. En estos momentos quiero recordar lo que a sus nietos nos gustaba a rabiar: pan blanco crujiente, con abundante miga, aceite de oliva con sabor amargo, pimentón de la Vera y unas pocas aceitunas del cuquillo, y, después de esto, un buen trago de agua fresca de la Font de L’Alcavó. Al anochecer, la abuela disponía diligentemente la cena para la familia, especialmente para sus nietos; casi siempre idénticos manjares, y antes de ir a la cama nos daba una taza de leche templada recién ordeñada de las cabras de la tía Rita Nasio. El pan se cocía en el “Forn de Batl.le”, y la fruta se cogía en la huerta. Algunas noches la abuela desgajaba granadas con sumo cuidado para no manchar el limpio delantal que siempre llevaba puesto; vaciaba los granos en una vasija y después de lavarlos con abundante agua los espolvoreaba con azúcar blanca y los rociaba con una “chorraeta” de moscatel.

     Ya de noche, cuando el cielo se cubría de estrellas, los vecinos, después de la cena, se sentaban a la puerta de sus casas, formando corros para amenizar las habituales tertulias del verano. Allí se hablaba de cualquier cosa, de los hechos más sobresalientes acaecidos durante el día dentro y fuera del barrio, de los nuevos y viejos noviazgos, de las bodas recientes, de los futuros bautizos… de cómo sazonan los frutos en el árbol y crece la mies en el campo, de cómo se recolectan cereales y se conservan en los graneros… Entretanto, yo pedaleaba con mi bicicleta, y hasta me llegaban con toda nitidez las carcajadas, discusiones y gritos de los contertulios. Allí nunca se echó en falta el botijo con el agua fresca de la Font de L’Alcavó. A veces, la abuela María, con su amplia sonrisa y toda la ternura del mundo, nos preparaba cuidadosamente el divertido juego de la lotería. ¡Cuántas partidas no nos dejaría ganar la abuela con tal de vernos contentos a sus nietos!

     Esto que acabo de contar es más o menos lo que mi añoranza emocionada recrea de un día cualquiera de verano, un día feliz de hace ya muchos años, en nuestro querido barrio vilero de La Ermita de San Antonio.

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